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Cuento para el invierno
Hace frío y se está bien en casa, así que os dedico uno de mis cuentos por entregas.
Quienes habéis leído los otros veréis que es una "precuela". Iría antes que la "confesión". M’hagués agradat molt més Que hagués estat primavera… (Joan Manel Serrat: La Primera) Aquel era un momento que había esperado durante mucho tiempo y cuya presencia en el futuro percibía como asegurada, pero que no había imaginado jamás. Nunca me paré a pensar en la posibilidad de que el episodio quedase envuelto en un atardecer de invierno; que el aire, poblado por los gañidos de las grúas, oliera a gasoil quemado y a pescado muerto; que no hubiese nadie dispuesto a despedirme desde la meseta de la escala o a recibirme en el muelle y que tuviera que alejarme del que había sido mi mundo en un taxi mugriento, pero así fue como ocurrió finalmente. Tenía cincuenta y seis años y me había jubilado. Me alojé en un buen hotel. Tomé un baño, me puse ropa nueva -que había guardado celosamente en bolsas de plástico para que no se impregnase del olor a barco-, subí al bar de la última planta y pedí una copa del mejor whisky que tuviesen. Desde la terraza, desierta y fría en esa época del año, no se veía la terminal ni mi barco, pero reconozco que mis ojos lo buscaron un instante, tal vez por costumbre. Así estaba yo, en paz y respirando hondo, en una ensoñación de montañas, cuando se levantó una racha de brisa. Un vientecillo húmedo que hizo restallar brevemente las banderas que adornaban la terraza y la lona que cubría el bar; un hálito salobre que me trajo, desde la lejanía, el mugido discreto de un remolcador o de una gabarra quizás. Sonidos y sensaciones que me habían arrullado durante cuatro décadas y que ahora parecían marcar la posición de una frontera entre dos mundos. Me di cuenta cabal de que había desembarcado para siempre y de que no sabía muy bien qué iba a ser de mí. Mis padres habían muerto hacía mucho. Mi mujer se había ido de casa veinte años atrás. Mi hijo vivía en Inglaterra y mis amigos habían desaparecido poco a poco, como desvanecidos en la bruma del tiempo. Desde los diecisiete, con los que entré en la escuela de marina de Marsella, hasta los cincuenta y seis con los que emprendía el descenso de mi última escala, habían transcurrido casi cuarenta años. Como un soplo. Como una condena, también. Como suele pasar la vida, según dicen. No es habitual que los marinos de hoy día naveguen hasta tan tarde. Lo normal es que, mucho antes, se encuentre acomodo en las oficinas de una naviera, en una terminal de contenedores o, tal vez, como inspector de averías en una compañía de seguros. Yo mismo rechacé algunas ofertas de trabajos similares hasta que, al final, las propuestas dejaron de llegar y me di cuenta de que se me había escapado la edad en la que los potenciales empleadores estaban dispuestos a contratarme. La verdad es que me gustaban los barcos, que no la mar, y que sentía cierta aprensión ante la posibilidad de fracasar en una nueva vida. Así que me quedé atrapado en la flota hasta que me llegó el retiro. Yo diría que unos diez años demasiado tarde. En alguna parte había leído que la soledad se padece durante unos meses y se disfruta el resto de la vida. Admito que, mientras navegué, la soledad había tenido unas ventajas claras: no tenía que sufrir por aquellos que me hubiesen podido añorar ni temer que, empujados por mi ausencia, acabasen olvidándome. Eso ya había ocurrido hacía mucho tiempo. Pero, con franqueza, pensé, me hubiese gustado que alguien me esperase en el muelle para abrazarme, para darme la bienvenida a una nueva etapa, para transmitirme algo de ilusión. Y que hubiese sido en primavera. |
Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
Con tu permiso enciendo la Chimenea y me acomodo.
Me alegra mucho tu vuelta. :brindis: |
Re: Cuento para el invierno
En los últimos tiempos el plan de navegación se había humanizado mucho. Las campañas duraban un máximo de tres meses y me daban derecho a dos de vacaciones, por lo que las desconexiones con la vida de tierra no eran tan duras como en el pasado. Así, al llegar a mi casa, en lo alto del cabo de la Nao, todo estaba más o menos en su sitio. Tal vez la puerta de entrada se había hinchado un poco por la humedad y necesitaba una mano de pintura, pero ese era un problema antiguo, más achacable a mi dejadez que a mi ausencia. De todos modos, noté que estaba mirando los alrededores de la casa con ojos de otros tiempos, como si hubiese regresado después de muchos años y no sólo tras una última ausencia de tres meses. Descubrí que mi vieja almazara, heredada de padres y abuelos, estaba rodeada de mansiones tan lujosas como deshabitadas y que lo que antaño eran olivares y senderos entre sabinas eran ahora calles y viales por los que circulaban, en esa época del año, sólo algunas camionetas de empresas de jardinería y de mantenimiento de piscinas. Con un sentimiento en duda entre el halago y el enojo localicé no menos de tres de aquellas casonas adornadas, con mejor o peor fortuna, por unas construcciones chatas y cilíndricas que eran una copia evidente de la sala central de mi casa, aquella que en otros siglos alojó las muelas de la prensa y la pista circular por la que caminaban los asnos.
Pasé los días siguientes poniendo en servicio mi parque móvil –un coche con veinte años y una moto con diecisiete que, entre ambos, no sumaban ni treinta mil kilómetros- y deambulando por la casa sin saber muy bien qué hacer. Los rituales de las vacaciones, que consistían en tomar un café ante el espectáculo del horizonte a través del ventanal que da al jardín y al mar, escuchar música clásica a la hora de la siesta o dar un paseo hasta la diminuta cala donde antaño jugaba a los piratas con mi padre, habían perdido el sentido que antes tenían, que era el de reposar de una campaña para afrontar con mayor frescura la siguiente. Ya no habría más campañas. Ya no era necesario liberarse con rapidez del cansancio de la mente. Todo el tiempo que me prestaba la vida estaba ante mí, intacto y sin destino asignado. Una de aquellas tardes, mientras oficiaba el rito del café frente a la ventana, vi pasar un mercante muy cerca del horizonte. Cuando uno observa la mar desde un lugar elevado, el horizonte parece estar muy lejos y los barcos se ven con una perspectiva extraña, como si navegasen escorados hacia la distancia, revelando con su imagen distorsionada el auténtico tamaño del planeta. El mundo es un lugar innecesariamente enorme dada la talla de los humanos, pensé, y ese gigantismo del mar y del cielo que lo cubre se va metiendo despacio bajo la piel de quienes lo transitan, de tal manera que su naturaleza llega a formar parte de la función vital de gauchos, marinos, nómadas de las estepas y, tal vez en menor medida, pobladores de la Mancha o de la Camarga. Todos ellos a menudo afectados de cierta nostalgia esencial -quién sabe si del perdido álveo materno- o de un sobrecogimiento espiritual ante el atisbo de la dimensión verdadera que puede alcanzar la soledad. Las grandes montañas impresionan por su presencia, mientras que las llanuras infinitas lo hacen por la crudeza sincera del vacío y de la ausencia. Unas y otras invitan a volar. En ambas la envidia se prenda de las evoluciones de las gaviotas o de las águilas. |
Re: Cuento para el invierno
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Hay sol en mi ventana y verano... pero tu cuento ha cambiado el hemisferio en segundos. :cid5::cid5::cid5: A tu salud! :capitan: |
Re: Cuento para el invierno
gracias Tahleb! me gusta!... me ha hecho pensar en "El último Candray" de Cecilio Pineda, propietario del desafortunadamente cerrado Nostromo.
salut!!!:brindis: |
Re: Cuento para el invierno
We're just two lost souls
swimming on a fishbowl year after year... (Pink Floyd, Wish you were here) Apenas somos dos almas perdidas nadando en una pecera año tras año... No tardé en darme cuenta de que necesitaba organizar mi vida. No podía continuar descansando de un cansancio inexistente, paseando por el monte o las playas como un anciano que, como dijo el poeta, tan sólo espera hablarle a dios un día, ni someter mi pobre alma a una dieta de pensamientos tristes. Cincuenta y seis años aún no son nada, pensé, y mi nueva vida tenía una amplia gama de ofertas que hacerme. Me prohibí seguir canturreando canciones de Georges Brassens, por demasiado corrosivas, abandonar la mayoría de los trabajos de bricolage que había imaginado y echarme más a la calle y al mundo para intentar tener algo de vida social. Con esa idea empecé a frecuentar un determinado restaurante en un puerto cercano y a pasear por los pantalanes mirando barcos en venta. A las pocas semanas ya me saludaba con unos cuantos navegantes y podía tomar unas copas con un variado grupo de gente. No tardé en ser invitado a correr alguna regata como tripulante e, incluso, a pasar un par de noches por semana en casa de una divorciada otoñal que, probablemente, prefería relacionarse con hombres maduros como yo para mantener las tranquilas costumbres que había adquirido de sus dos ancianos exmaridos. Británicos y bien acomodados ambos. Se hacía llamar Grace y hablaba inglés con acento culto y español con acento inglés, pero en realidad era una española que había emigrado a Inglaterra con sus padres a los catorce años. Su secreto mejor guardado era su nombre auténtico, Sagrario, que había quedado sepultado bajo el seudónimo que formaba con el apellido de su último marido: Grace Campbell. Gracie para los amigos. Cuando lo descubrí, por pura casualidad, me contó que, en boca de los sajones, su nombre había pasado de un “Segreirio”, impronunciable por demasiado largo e imposible de recordar, a una especie de sonido como “Greiry”. De ahí, ella misma lo condujo al coloquial Gracie y al oficial Grace. No se trataba pues, según su versión, de un deseo de ocultar su verdadero nombre sino de adaptarse a las circunstancias, aunque una vez que intenté llamarla por él, con algo de sorna, lo reconozco, me fulminó con la mirada y no me invitó a su casa en varios días. Grace tenía dos hijos y vivía holgadamente de la pensión que le pasaban los dos padres. Allan, de trece años, era hijo de su segundo marido, y Rebecca, de siete, hija del primero. Y no, no es un error cronológico. Nada en su vida era sencillo y el orden por el que había concebido no era una excepción. Súmese a ello que ambos niños llevaban el apellido de sus padres cruzado. La explicación de semejante desorden era una complicada historia de gran amistad entre dos hombres ya mayores y de una muchacha joven, desvalida y de exhuberancia física turbadora que Grace me contó en un par de sesiones durante las cuales liquidó, ella sola, media botella de cognac. No sabría decir si, a mi juicio, los viejos la habían tratado como un juguete amado o como un simple objeto. La cuestión es que Grace había llegado a la cuarentena al tiempo que ambos maridos alcanzaban una inapelable andropausia -que, a decir de ella, en el fondo les había alargado la vida- y habían tomado la decisión de separarse permitiendo que Grace regresara a su tierra con los dos niños. A fin de cuentas, ambos ancianos tenían hijos de matrimonios anteriores y para el discreto estilo de los ingleses, pensando en el reparto de futuras herencias, era mejor despejar el panorama. Con ella, el sexo era una mezcla de placer apasionado y de incomodidad. Ejercía una sinceridad hipertrófica, descarnada, y una ausencia de pudor total. En las primeras semanas me dejó claro que sentía cierta necesidad física que yo podía satisfacer, pero que no me guardaba ningún otro sentimiento de valoración, admiración, aprecio o consideración. Yo no era más que un hombre. Y su concepto de los hombres no era muy elevado. En realidad, tal como me hizo notar y admitir en una ocasión, mi posición con respecto a ella no era muy diferente: no era más que la mujer más accesible –y la más bella- que había a mi alcance en aquel momento. Supuso, aunque yo no lo corroboré, que mi concepto sobre las mujeres andaba parejo con el suyo hacia los hombres. |
Re: Cuento para el invierno
Continuará??
He leído los tres posts de un tirón, muchas gracias por el relato, Tahleb! :brindis: |
Re: Cuento para el invierno
Yo ya tengo el brasero puesto y el termo de café. Esto promete.
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Re: Cuento para el invierno
Bravo Tahleb, aquí tienes un fan.:cid5::cid5::brindis:
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Re: Cuento para el invierno
Pues a mi ya me ha enganchado... :cid5::cid5::cid5:
Por favor, no pares!! :cunao: Una ronda de buen ron para amenizar el relato! :brindis: |
Re: Cuento para el invierno
:cid5::cid5::cid5: Gracias. ¿Las edificaciones circulares aludidas son de la VAP ?.
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Re: Cuento para el invierno
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Acá instalados, leyendo! :capitan: |
Re: Cuento para el invierno
El invierno no tardó en dar paso a la habitual primavera temprana de la costa alicantina, pero duró lo suficiente para que nuestra relación se hiciera algo más íntima, sobre todo a causa de que no teníamos nada más que hacer de lunes a viernes, cuando nuestros amigos comunes estaban en sus ocupaciones lejos de allí. Habíamos empezado a salir de vez en cuando para cenar o para ir al cine e inevitablemente nos internamos en conversaciones que siempre contenían partes de nuestras historias particulares.
Aprendí, casi sin darme cuenta, a interpretar sus gestos, sus miradas y su forma de respirar según fuera el rumbo de sus pensamientos. Solía apoyar la mejilla en la mano izquierda cuando no acababa de comprender algo, y ese era el gesto que hacía, siempre, cuando escuchaba mi respuesta a sus preguntas sobre mi vida en los barcos. No podía entender que alguien sano, de inteligencia normal y con suficiente capacidad para conducirse por el mundo, se condenase a sí mismo a vivir en una prisión flotante durante lo mejor de su vida. En las tres o cuatro veces que surgió la conversación me esforcé un poco por dar alguna respuesta coherente, pero todos los argumentos que se me ocurrían eran más bien absurdos bajo la luz de su mirada y quedaban deshechos con un simple movimiento de sus cejas de inquisidora. No sé el por qué, admití, por fin, una noche frente a una cena deliciosa y tras una tarde de cine. Es como si la vida fuese un conducto de una sola dirección y yo hubiera fluido a través suyo, sin ver ninguna otra opción. No tenía ninguna respuesta comprensible y tampoco, ahora que ya no tenía remedio, pensaba en ponerme a buscarla. Esa noche, por primera vez, me tomó del brazo al salir del restaurante y de la mano mientras conducía de vuelta a su casa. Por primera vez, también, hicimos el amor con algo parecido a la dulzura. Creo, me dijo, que tú puedes entenderme; va a ser cierto que las putillas tienen una conexión especial con los marineros. Porque ya lo habrás pensado alguna vez, ¿no? Sólo he tenido dos clientes, pero he vivido toda mi vida de la entrega de mi cuerpo y, ahora, cobro por hacer de niñera. Y tampoco sé cómo llegué a esto. |
Re: Cuento para el invierno
No es que me obsesionase, pero esa idea de la vida como estrecha tubería por la que uno se desliza, dejándose ir sin tener plena consciencia de adónde se va, estuvo días dando vueltas en mi cabeza y creándome una vaga inquietud. Pensé que, sin darnos cuenta apenas, Grace se iba metiendo poco a poco en mi vida y yo en la de ella y en la de sus dos hijos, y me pregunté si, de verdad, ese era el plan que deseaba para la nueva etapa vital que acababa de estrenar.
Pero era muy difícil no abandonarse a la turbulencia de su corriente. Un día, desesperada por la falta de formalidad del fontanero al que había llamado en vano mil veces, me preguntó si yo sería capaz de hacer un par de reparaciones pequeñas que necesitaba en la casa. Me presenté a la mañana siguiente, con mi fantástica caja de herramientas, dispuesto a impresionarla con mi habilidad para solucionar chapuzas. Me recibió peor que desnuda, cubierta a medias por una camiseta de algodón de cuello muy ancho, longitud muy escasa y nada más debajo. Conteniendo a duras penas la risa me hizo jugar al típico vídeo porno de fontanero y ama de casa, y acabamos revolcados por el suelo de la cocina sin haber reparado absolutamente nada. Los niños regresaron del colegio a media tarde y fue entonces cuando me puse a la labor de reparar grifos, desagües y algún enchufe con la ayuda entusiasta de Allan. Terminamos justo antes de la puesta de sol y nos encontramos con la cena servida en la mesa de la cocina. Cena para cuatro. Después de cenar pasamos al salón y nos pusimos a ver la televisión medio tumbados en los sofás. Rebecca, con la naturalidad de quien hace algo rutinario y cotidiano, se acurrucó en mis brazos y no tardó en quedarse dormida. Creo que te ha adoptado, me dijo Grace con una expresión indefinible. Quizás fuese el goulash de la cena, la cuestión es que me costó dormir aquella noche y hasta muy entrada la madrugada tuve una sensación angustiosa en el estómago. Me acosaba el recuerdo y la imagen triste de mi hijo en los meses que siguieron a la desaparición de su madre. El polvo de paprika parecía tocar las mismas fibras que aquella pena, tan grande y tan vieja ya. A la mañana siguiente me dispuse, en serio, a buscar un barco de segunda mano. |
Re: Cuento para el invierno
Maese Tahleb... por favor, que no sea "relatus interruptus"... Bienvenido de nuevo a este su antro.
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Re: Cuento para el invierno
Coñe, Talheb, que esto engancha, sigue sigue por favor:cid5:
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Re: Cuento para el invierno
No pareeeees
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Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
En el pasado no muy remoto, a estas alturas del cuento ya tendría unos cuantos comentarios jugosos y algún youtube asociado del querido Malamar.
Escribir era más fácil cuando él te hacía de guía. Lo echo de menos. :tequiero: Sigo dentro de un ratito. |
Re: Cuento para el invierno
Aquellos que saben que los barcos tienen vida propia, buscan el suyo siendo conscientes de que ya existe, de que está en alguna parte esperando a ser encontrado. La búsqueda por pantalanes, varaderos y revistas tiene entonces poco de técnica, pues no vale la pena analizar equipamientos, estado de la jarcia y espesores de casco cuando se está convencido de que el encuentro será cosa del corazón. Hay quien dice que es la silenciosa alma de los barcos la que te atrae mágicamente hasta el lugar en el que te aguardan. Puede que te esperen durante años o que te embrujen en una escala fugaz, pero el sortilegio es infalible.
Algo así nos debió pasar o, al menos, algo así sentí yo al ver su preciosa popa de espejo y, con un escalofrío creciente, su nombre labrado en una moldura de teka: La Poule. La traducción del francés al español, en su primera acepción, sería la de La Gallina, pero puede significar también zorra en el sentido de prostituta. Mi apellido, a su vez, recuerda fonéticamente a lo que en español sería “zorro”, así que me pareció delicioso que el Zorro pudiese acabar cuidando de La Gallina o que, según cómo se viera, el zorro y la zorra llegasen a vivir una intensa aventura común. Alcé la mirada hacia los dioses y les pedí clemencia. No permitáis que esta zorra me arruine. Moved los hilos del destino para que tenga un precio alcanzable. Su propietario, George, era un americano de Nueva Orleans casado con una vietnamita, Lin, a la que conoció en Da-Nang, allá por el año 72, en circunstancias poco imaginables. Su historia daría para varias novelas y un par de películas a juzgar por los episodios que me contaron mientras negociamos el precio de la transacción. Él estaba jubilado desde hacía tiempo con el grado de coronel de infantería y, aparte de algunas medallas militares que lucían en un marco colgado del mamparo del salón, la guerra le había dejado varios costurones en la piel y un dolor articular constante en una pierna. Según me dijo, había llegado el momento de establecerse en tierra y no había encontrado mejor lugar para ello que la costa de Alicante. Aquí, me dijo, la gente nos trata con simpatía y el que seamos una pareja racialmente mixta les parece hasta romántico. No quiera saber cómo nos miran en USA. Ni siquiera en Nueva Orleans, que es la tierra del mestizaje, aprueban que me haya casado con una oriental. Me enseñaron el barco y montones de fotos de los lugares que habían visitado. Y en todo momento noté que se tenían un amor lleno de ternura y de alegría en el que parecían incluir a La Poule como a uno más. Me impresionó una de las muchas frases de halago de Lin: este barco aún no sabe qué es el mal. Aquí nunca nadie le ha gritado a otro ni ha habido jamás un minuto de enfado. La Poule es como un dragón sonriente. |
Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
En cualquier caso, y a pesar de que nos habíamos caído muy bien, los dioses no parecían haberme escuchado y el precio, que reconocí como justo dado el estado del barco, era inalcanzable para mí.
Le conté mis penas a mi hijo en uno de los mensajes que nos cruzábamos casi a diario y le pasé algunas fotos. Ése es tu barco, me respondió, algo habrá que hacer para que no caiga en malas manos. Me pidió los datos de contacto de George y dejé a su cargo el estudio de cómo llegar a reunir la cantidad que me pedían sin quedarme pelado como un junco. Una tarde de sábado en la que paseábamos Grace y yo por el puerto, coincidimos con Geoge y Lin, que hacían lo propio. El próximo viernes, nos dijeron, será un día muy importante para nosotros y nos encantaría que viniesen a cenar a bordo. Celebraremos que hemos encontrado la que muy pronto será nuestra casa definitiva. Resultó que íbamos a ser casi vecinos allí, en lo alto del cabo. No me atreví a preguntar si ya habían encontrado comprador para La Poule, pero me temí que así fuese y empecé a hacerme a la idea de que me iba a quedar, de momento, en tierra. Aproveché para contarle a Grace mis pensamientos y enseñarle el barco desde el muelle. Lejos de buscar un consuelo dulce, me preguntó, con un tono ligeramente malhumorado, para qué diablos quería yo un barco así a éstas alturas, después de haber pasado toda la vida en el agua. Creo, dije, y sinceramente así lo creí en aquel momento, que es mi destino. ¡El viernes a las siete! ¡No se olviden! Me gritó George desde el barco. |
Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
¡Cuanta crueldad la suya Maese Tahleb... solo unas pocas líneas diarias, dejándonos con la intriga...! ¡No es justo!... :llorica:
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Re: Cuento para el invierno
El humor de Grace no mejoró gran cosa durante el fin de semana, así que el lunes me pertreché como motorista y me fui a pasar un par de días por la comarca de El Comptat, aquella que en la Edad Media fue baronía de los Lauria, escenario de rebeliones moriscas y, hoy en día, muestra dolorosa de la despoblación del interior. Pueblos dormidos en la profundidad de los barrancos, viejos sentados al sol, algún tractor murmurando por los bancales abandonados.
Visité las cuevas del barranco de Famorca, por cuyo sendero ingresa uno en las edades del tiempo rodeado de olivos milenarios y donde pude ver un pino viejísimo de casi cuatro metros de contorno. Subí a la Mallà del Llop, dormí a la intemperie junto a mi moto, paseé por callejas inundadas de silencio y, por fin, me detuve en el embalse de Beniarrés, en el curso alto del Serpis, para calmar la necesidad vital de ver un poco de agua. http://http://photos.eltiempo.es.s3.amazona...c6_720x560.jpg Ya había estado allí en alguna ocasión. Hacía muchos años. También entonces lo vi cubierto de una neblina sutil que le daba al agua una consistencia de plata. El paisaje apenas había cambiado. De hecho, lo único diferente era que aquella última vez yo no estaba sólo. Tenía una esposa, un hijo, unos padres y una historia que tejer. Me consolé pensando que no me había ido tan mal, a fin de cuentas. Había vivido una vida distinta a la imaginada, pero buena y llena de acontecimientos; había criado a mi hijo como hombre de bien y, ahora, tenía a mi disposición lo más preciado, que es la libertad. Pero no conté con que, a menudo, el consuelo de la nostalgia te hace bajar la guardia y el pasado me embistió como una res brava. Por más que cerrase los ojos, era incapaz ya de recordar, de reconstruir con la mente, la cara de mi mujer, pero me permití imaginar su silueta junto al agua, mirando con una sonrisa hacia el horizonte de árboles con aquellos ojos suyos, gris de magia sobre bruma de lago. Era un sentimiento vago y propio que no dolía. El dolor vino con el recuerdo vivísimo y súbito de su voz, sonando sin ecos en aquel mismo valle de silencio. Creí escuchar, todavía… https://www.youtube.com/watch?v=jA-Ajwc2hYw Charmant souvenir! |
Re: Cuento para el invierno
¿Mas mejor así?... ¡Vea vuesa merced, Maese Tahleb como el tenernos tan abandonaos le perjudica seriamente sus habilidades tecnológicas!... :brindis: |
Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
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Re: Cuento para el invierno
¿La "ciclogénesis explosiva" se ha llevado a Maese Tahleb?... tic tac tic tac... faltan las líneas de hoy... (que ansiedad me está vuesa merced generando).
:borracho: |
Re: Cuento para el invierno
Perdón! Perdón!
Y gracias por el interés! Tuve un viernes ajetreado y no pude escribir. Ahí va la siguiente entrega: En verdad, pensé, mi mente estaba demasiado llena de músicas, poemas, páginas y recuerdos tendentes a la melancolía. Si no le ponía algún remedio podría caer en una depresión o, peor aún, en algún tipo de conducta errática o excéntrica. Debía centrarme en la realidad: jubilado, libre, sano y sin preocupaciones, no había lugar para las melancolías. La carretera de retorno a casa parecía hecha a propósito para subir la moral, flanqueada de almendros floridos y de verdaderos arriates naturales blancos y amarillos. Igual que me ocurría algunas veces en la mar, deseaba llegar a casa, pero también quería recrearme un poco más en el viaje, conduciendo despacio y respirando a pleno pulmón. Al dejar atrás el último valle y ya con la mar a la vista, me detuve para poner en marcha el teléfono, que había estado dos días sin cobertura. Tenía varios mensajes de mi hijo, uno de George y ninguno de Grace. Me conminaban a no olvidar la cita del viernes y a ir a buscar a mi hijo al aeropuerto de Alicante a media mañana. Había decidido venir a pasar unos días conmigo. No había pensado más en La Poule, al menos de un modo consciente, aunque descubrí que en algún nivel escondido de la mente las reflexiones habían continuado su curso. De pié frente a la ventana del salón, a la vista del horizonte lejano, asumí la convicción interna de que aquel era mi mundo. Ya fuese con La Poule o con cualquier otro, mi destino era recorrer aquella llanura mía, deseando llegar para desear volver a partir. Andar siempre de paso como lo que siempre fui: un marinero. Y, como una consecuencia lógica, aquel concepto de la vida como tubería por la que uno viaja sin querer que me había atormentado algunos días, se desvaneció de pronto: tal como dijo Rubén Blades, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos. Y yo debía de ser marino incluso antes de nacer, a la vista de la que había sido mi historia. Recogí a mi hijo en el aeropuerto. Sonreí al ver que iba vestido de acuerdo con la temperatura de Londres, con sombrero y bufanda incluida. Tenía muy buen aspecto, por lo demás, y lo iluminaba una gran sonrisa. Mañana, me dijo, cenaré con vosotros a bordo de La Poule, porque he gestionado su venta a una sociedad británica y George me ha invitado a celebrarlo. Por un momento se me cayó el mundo a los pies. |
Re: Cuento para el invierno
Ostras, que bueno! Se pone emocionante! Me muerdo las uñas. Gracias gracias por tus relatos.
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Re: Cuento para el invierno
Contempló, divertido, mis esfuerzos por permanecer impasible. Unos segundos de silencio que se hicieron verdaderamente largos hasta que, por fin, me preguntó si no me interesaba saber más detalles de la operación. Con total sinceridad le dije que los detalles me importaban bien poco. Mi interés se limitaba a saber quién iba a ser el dueño y, en el caso de que no fuese yo, qué era lo que le hacía sonreír tan ampliamente.
Pues verás, me dijo, el asunto es un poco complicado, pero no muy difícil. Capté otra brizna de sorna en sus palabras. De niño le enseñé, haciendo mucho hincapié en ello, que lo contrario de complicado es lo sencillo, mientras que lo contrario de lo fácil es lo difícil, así que puede haber cosas complicadas muy fáciles y, al contrario, cosas muy sencillas condenadamente difíciles. El propietario del barco es una sociedad patrimonial limitada que se llama Fox and Fox Limited, radicada en Liverpool. Tú eres el primero de los Fox y yo el segundo, me dijo mientras me palmeaba el hombro. Así que, utilizando uno de los matices que tanto te gustan, no vas a ser el propietario, pero serás el armador. Y no solo serás mi padre, sino también mi socio. Estos muchachos de ahora, pensé, son muy listos. Como abogado que es, mi hijo conocía perfectamente los recovecos tanto de la ley como de las finanzas, y había montado una operación impecable según la cual, a fin de cuentas, me estaba regalando La Poule. A cambio, yo debería hacerme cargo de todos los gastos de mantenimiento, amarres y seguros y, además, pasar el mes de agosto de cada año con él y tres o cuatro amigos y amigas que invitaría a navegar con nosotros. También se reservaba el derecho a escoger destino. La mitad de los gastos en que yo incurriese irían incrementando mi participación en la sociedad en detrimento de la suya. Calculo, me dijo risueño, que en unos veinte años el barco podrá ser totalmente tuyo. Te conviene cuidarlo bien, pues cuanto más gastes, más tuyo será. El contrato se cerraría a la mañana siguiente, después de que yo hubiese inspeccionado el caso en seco y dado mi aprobación. Hasta en eso había pensado. Continuó explicándome cómo había cerrado el trato con George, cediéndole un pequeño chalet, de cuya hipoteca se había subrogado, más una cierta cantidad de dinero, pero yo ya no estaba para escuchar maniobras de finanzas. Sólo podía pensar en que, con el título que se quiera, ya tenía mi barco. Un barco magnífico, por cierto. Nos abrazamos y permanecimos así todo un minuto, en mitad del hall del aeropuerto, con algún pequeño achuchón intermedio, como si uno de los dos regresara de un lugar muy lejano y el otro lo hubiese esperado largo tiempo. |
Re: Cuento para el invierno
Esto se pone muy interesante!!
Bravo!! :cid5::cid5::cid5: Una ronda para la pausa! :brindis::brindis::brindis: |
Re: Cuento para el invierno
:D:D:D Como me gustan tus relatos Tahleb, gracias.
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Re: Cuento para el invierno
Se negó en redondo a instalarse en la almazara durante aquel fin de semana a pesar de que le recordé que su habitación de infancia y juventud estaba exactamente igual que cuando la utilizó por última vez.
Cuando su madre se marchó y mis padres desaparecieron, no tuve más remedio que enviarlo de un internado a otro mientras yo navegaba. Siempre me dijo que los colegios eran, para él, mejor que la presión que le producía el recuerdo constante de su madre y de los malos momentos que pasó en casa entre la añoranza y la sensación de abandono, así que, cuando tenía vacaciones, o se venía conmigo a bordo del barco en el que yo estuviese o nos íbamos ambos de viaje a algún lugar interesante. Hacía más de quince años que no había cruzado el dintel de la puerta. Alguna vez le hablé de la posibilidad de vender la casa y de romper de una vez con los recuerdos, pero también a eso se negaba. Me decía que, tarde o temprano, dejaría de sentirse como un niño abandonado para pasar a ser un simple huérfano y que, llegado ese momento, podría recuperar todas las cosas buenas que había vivido allí, junto con la tradición familiar de sus bisabuelos. Tú también deberías pensar en esto, me dijo. A juzgar por las fotos que me has enviado alguna vez, no has cambiado nada de la decoración ni has añadido prácticamente ningún detalle propio. Vives en esa casa como si fueses un invitado. Aún es la casa de mi madre. Comimos juntos, hablamos del barco, visitamos a George y Lin, paseamos por el pueblo, tomamos una cena ligera y lo dejé en un hotel de Jávea con cita para pasar a recogerlo a la mañana siguiente. Al llegar a casa me propuse verla con la mirada de un extraño. Analizarla. Y tuve que reconocer que mi hijo tenía razón: aquello era un mausoleo en memoria de alguien que nunca más volvería. Me costó un poco, después de cuatro días de silencio, pero conseguí convencer a Grace de que viniese a pasar la noche conmigo. En mi casa. Ninguna otra mujer había dormido jamás en la que fue la cama de mi Julia. Eso sí: tuve que ser sincero. Grace se presentó al cabo de una hora con una botella de vino, unas barritas de incienso, ropa interior de seda y dispuesta a oficiar un exorcismo. Yo estaba dispuesto a cometer un sacrilegio. Por fin. |
Re: Cuento para el invierno
Se marchó cuando rayaba el alba. Tengo dos niños que enviar al colegio, me dijo mientras me besaba en los ojos y la boca, ya verás como hemos vaciado la casa de espíritus. Nos vemos en la cena, a bordo de tu barco.
La inspección fue bien. Hicimos algunas catas para comprobar los espesores del acero y los resultados dieron pérdidas de apenas alguna décima de milímetro. El interior era fácilmente revisable y lo encontré en buen estado, así que lo devolvimos al agua en cuestión de tres horas. Comimos algo ligero y regresamos a nuestros alojamientos para volver a encontrarnos para la cena después de asearnos. La casa conservaba algo de los aromas del incienso que Grace había quemado y, maravillas de la sugestión, me pareció que su ambiente había cambiado de algún modo. Pasé un buen rato tomando nota de todas las cosas que habría que variar para borrar en lo posible el pasado y convertirla, de verdad, en mi hogar. Me sentía como si me hubiese recuperado de algún tipo de trastorno mental y las huellas de mis actos me parecían extrañas. ¿Cómo podía ser que no me hubiese atrevido a invadir con mis cosas los cajones que Julia dejó vacíos hacía veinte años? ¿Por qué no había tirado a la basura la taza de té con su nombre grabado y que seguía en su lugar habitual de la alacena? ¿Qué decir de las dos cajas con ropa, que ella misma había abandonado en un armario, que aún ocupaban una estantería del garaje? En cambio, junto a esas dos cajas había otras varias llenas de los recuerdos de mis viajes que ella había considerado siempre como imposibles de colocar en ninguna parte y que a mí nunca se me había ocurrido sacar a la luz. Había dientes de cachalote grabados con imágenes balleneras, figuras de ébano africanas, katanas japonesas, una maqueta de un bergantín negrero… Bueno, pensé, tal vez en algunas cosas Julia tuviese razón, pero los dientes de cachalote y la maqueta, irían por fin a su sitio, sobre la repisa de la chimenea. A las siete en punto estábamos Grace y yo junto a la pasarela de La Poule, esperando el permiso para subir a bordo. George se había vestido con algo parecido a un uniforme y Lin llevaba el equivalente vietnamita de un kimono de gala. Mi hijo ya estaba a bordo y sostenía en la mano la driza de la bandera. Sin gran ceremonia, pero con gran seriedad, arriaron la bandera americana en cuanto pisé la cubierta y me entregaron una “red jack” de la marina inglesa para que la izase yo mismo. No faltó ni el pitido sinuoso de chifle con el mensaje de “captain on deck”, que Lin tenía grabado en un magnetófono. Es sonido del entierro de Winston Churchill, me confesó en un aparte. Yo estaba ruborizado ante tanto ceremonial y miré de reojo a Grace, temiendo que todo aquello le estuviese pareciendo un poco ridículo, pero me sorprendió ver que tenía los ojos brillantes de emoción. Más tarde me concretó que se había conmovido por Lin y no por la ceremonia. Esa mujer estaba dejando su casa, me dijo, y, con una sonrisa sugerente, añadió: cuando quieras le quitamos los fantasmas. |
Re: Cuento para el invierno
Esto mejora de capítulo en capítulo.
Muchas gracias otra vez por el relato, Tahleb!! :brindis::brindis: |
Re: Cuento para el invierno
Si es que nos tienes enganchadísimos... :brindis::brindis::brindis:
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Re: Cuento para el invierno
Uffff, yo estoy suscrito y me paso todo el día mirando el móvil...
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