La Taberna del Puerto

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Dymo 08-09-2011 13:49

Un genio solitario y cinco relojes
 
Sacado de la pagina FÍSICA EN LA CIENCIA FICCIÓN

Hoy en día no solemos dar importancia al hecho de conocer nuestra posición exacta (con una precisión de unos pocos metros) sobre la Tierra. Estamos habituados a pulsar un botoncito en nuestro "smartphone" de última generación y conocer al instante nuestra latitud, longitud y altitud y todo ello sin saber absolutamente nada de triangulación, matemáticas, física o satélites artificiales.

Quien más y quien menos ha oído hablar de las líneas de latitud, los denominados paralelos, circunferencias paralelas al ecuador y con longitudes decrecientes hasta que llegan finalmente a los polos. Por otro lado, las líneas de longitud son los no menos célebres meridianos, circunferencias de idéntico tamaño todas que pasan por ambos polos terrestres.

En el año 150 Claudio Ptolomeo ya había trazado ambas clases de líneas en los 27 mapas de su primer atlas mundial. Se le ocurrió situar el ecuador justamente en el paralelo cero. El meridiano cero lo hizo pasar por las islas Afortunadas (Canarias y Madeira). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la ubicación del meridiano principal es completamente arbitraria, una decisión puramente política y para nada científica.

Aunque en tierra firme el problema de la determinación de las coordenadas de posición no suponía un contratiempo serio, no sucedía lo mismo en el mar, donde los barcos que debían recorrer largas singladuras se enfrentaban a menudo a dificultades enormes que, en innumerables ocasiones, terminaban en tragedia a causa de los errores en la estimación de la longitud ya que, en efecto, la latitud se podía calcular fácilmente mediante la duración del día o la estimación de la altitud del Sol, o bien según estrellas indicadoras conocidas por encima del horizonte.

En cambio, para averiguar la longitud en el mar había que saber qué hora era en el barco y, al mismo tiempo, en el puerto base u otro lugar de longitud conocida en ese mismo momento. Cada día, cuando el navegante volviese a ajustar el reloj del barco según el mediodía local en el mar, en el momento en que el Sol llegaba al punto más alto del cielo o cénit, consultando después el reloj del puerto base, cada hora de diferencia entre ambos se traduciría en 15º de longitud (al ser esférica la Tierra, un ángulo de 360º equivale a las 24 horas que dura el día).


Desafortunadamente, la cosa no resultaba tan sencilla. En el puente de un barco los relojes atrasaban, adelantaban o, peor aún, se paraban. El aceite lubricante se fluidificaba o se espesaba, los elementos metálicos se contraían o dilataban y un sinfín más de penalidades hacían acto de presencia de forma pertinaz a causa de las cambiantes condiciones meteorólogicas: temperatura, humedad, presión, etc. El error en la determinación de la longitud prolongaba las travesías, condenándolas al escorbuto, la peor de las enfermedades y la causa del mayor número de muertes en toda la historia de la raza humana. Se optaba, pues, por transitar rutas conocidas, lo que, por otra parte, era del dominio público entre los piratas.

El 22 de octubre de 1707, cerca de las islas Sorlingas, cuatro de los cinco barcos de guerra comandados por el almirante sir Clowdisley Shovell se hundieron por un error en la estimación de la longitud. Murieron 2.000 hombres. Uno de aquellos marineros había tenido la osadía de efectuar su propio cálculo sobre la posición de la flota. Esta actitud estaba terminantemente prohibida en la Marina de Guerra inglesa. Shovell ordenó que aquel hombre fuese ahorcado en el acto por insubordinación. Solamente Shovell y otra persona más sobrevivieron al naufragio. En la misma playa, Shovell fue asesinado por una mujer que pretendía arrebatarle el anillo de esmeraldas que llevaba en uno de sus dedos.

Casi siete años después del incidente de Shovell, en 1714 se promulgó el famoso Decreto de la Longitud, según el cual el Parlamento prometía una recompensa de 20.000 libras a quien propusiera una solución viable al problema. Comenzaba, pues, una historia que se prolongaría durante casi seis décadas para resolver el problema científico más grande hasta entonces, una historia en la que se pueden encontrar intrigas, envidias, traiciones, gente buena, algún que otro supervillano y, sobre todo, un superhéroe atípico. Esta es la historia de un hombre que no estaba dotado de superpoder alguno, al menos como solemos entenderlos, sino de algo mucho mejor: un genio solitario, carpintero y relojero artesano, armado tan sólo de una paciencia y un tesón infinitos que osó enfrentarse a los científicos más brillantes de su época y les venció...

Desde principios del siglo XVIII ya era bien sabido que conocer la hora en el puerto base constituía la principal dificultad para establecer la longitud del barco en alta mar. Existían tres métodos enfocados a la resolución de la cuestión. En 1514 el astrónomo alemán Johannes Werner intentó aplicar los conocimientos acerca de los movimientos de la Luna a la determinación de la posición de un barco en el océano. Propuso cartografiar las posiciones lunares con respecto a las estrellas a lo largo de unos cuantos años para que sirviera de referencia a los navegantes. El problema era que en el siglo XVI no se conocían con precisión las posiciones de las estrellas. Los medios de la época no permitían tampoco predecir con exactitud la posición y distancia de la Luna respecto a las estrellas. Fue una técnica adelantada a su tiempo.


Un siglo después, en 1610, Galileo creyó haber resuelto el problema. Descubrió los cuatro satélites principales de Júpiter y midió sus períodos orbitales. Confeccionó unas tablas con sus apariciones, que se extendían durante varios meses. Comunicó su idea al rey Felipe III, quien había anunciado un premio en 1598. El método de Galileo fue rechazado por diversas pegas: imposibilidad de observar Júpiter durante el día y necesidad de cielo despejado por la noche. Galileo, incluso llegó a diseñar y construir un casco con el que podría observarse Júpiter mediante un telescopio dispuesto en una de las dos aberturas oculares, desde el cual enfocaba los satélites; por la otra se observaba el planeta. Sin embargo, bastaban los latidos del corazón para que el gigantesco planeta se desplazase del campo de visión del telescopio. Sobre la cubierta bamboleante de un navío, resultaba una quimera.

En 1674, Charles II de Inglaterra nombró a John Flamsteed su "observador astronómico" personal, el primero en la historia, y este cargo pasaría más adelante al de astrónomo real, es decir, director del observatorio. Este observatorio fue mandado construir en Greenwich Park, donde aún permanece. Su principal objetivo era determinar con precisión las posiciones de la Luna y las estrellas para resolver de una vez por todas el problema de la longitud.

El tercer método había sido propuesto varias décadas antes que el de Galileo. Así, en 1530 el astrónomo flamenco Gemma Frisius proclamó al reloj mecánico contendiente en la lucha por hallar la longitud en el mar. En 1559 el inglés William Cunningham reavivó la idea. Desgraciadamente, estos relojes de bolsillo recomendados adolecían de una dificultad que los hacía prácticamente inviables: solían atrasarse o adelantarse hasta 15 minutos al día. Los relojes no experimentaron avances significativos antes de 1622, cuando el navegante inglés Thomas Blundeville propuso utilizar un "horómetro o reloj de bolsillo" para determinar la longitud en las travesías transoceánicas.

Sería nada menos que Christiaan Huygens quien construiría su primer reloj regulado con un sistema de péndulo en 1656. En 1658 publicó su "Horologium" donde aseguraba que el reloj por él diseñado constituía un instrumento idóneo a la hora de establecer la longitud en alta mar. El balanceo del barco y las condiciones atmosféricas desfavorables afectaban muy negativamente las oscilaciones del péndulo, que había sido probado con relativo éxito en barcos dispuestos a colaborar entre los años 1660 y 1664. Para solucionarlo, Huygens inventó el muelle espiral de volante, patentándolo en 1675 en Francia. Robert Hooke le acusó de robarle la idea; la disputa se prolongó durante años.


De forma a como suele suceder a lo largo de la historia, cuando la ciencia no consigue resolver durante mucho tiempo un problema acuciante, se genera el caldo de cultivo propicio para la aparición de soluciones aparentemente milagrosas, inesperadas, absolutamente originales y que misteriosamente nadie había reparado antes en ellas. Entre las soluciones que se propusieron para zanjar el problema de la longitud las había de lo más estrambótico. Una de las más conocidas es la atribuida a sir Kenelm Digby, quien en 1687 descubrió "el polvo de la simpatía" (como si hiciera falta la simpatía para "eso"). Al parecer, este polvo podía curar, supuestamente, a distancia (una especie de entrelazamiento pólvico, digamos). Lo único que había que hacer era aplicarlo a un objeto perteneciente al enfermo. Extendiendo el polvo sobre la venda que cubría una herida, se aceleraba su cicatrización.

La idea consistía en aplicar el polvo de Digby al problema de la longitud. Habría que subir a bordo del barco un perro herido, dejando en tierra a alguien encargado de sumergir diariamente la venda del animal en la solución de simpatía, siempre a mediodía. El aullido del perro indicaría la hora a bordo. Cotejando con la hora local se podría establecer la longitud. ¿Cómo no había caído nadie en ello hasta entonces?

En 1713 William Whiston (sustituto de sir Isaac Newton en la cátedra lucasiana de matemáticas de Cambridge) y Humphrey Ditton publicaron un artículo en "The Guardian". Proponían situar una flota de barcos separados por intervalos de unas 600 millas, que estarían encargados de lanzar cañonazos a horas conocidas. Un buque podría establecer la longitud cronometrando la diferencia entre las señales acústica y luminosa, siempre que los disparos fuesen efectuados en lugares de latitud y longitud conocidas aproximadamente (utilizando otras técnicas, como los eclipses de los satélites galileanos de Júpiter, por ejemplo). El mismo año apareció el trabajo de Whiston y Ditton, por segunda vez, en "The Englishman". En 1714 se publicó en forma de libro titulado "A New Method for Discovering the Longitude Both at Sea and Land". La tenacidad e influencia de ambos condujo a la firma de una petición por parte de los capitanes de navío de Su Majestad, comerciantes de Londres y capitanes de buques mercantes que desafiaban al Parlamento y le conminaban a resolver de una vez por todas el problema de la longitud. Debía ofrecerse una auténtica fortuna a quien hallara la solución.

En junio de 1714 una comisión parlamentaria solicitó un informe pericial a Newton y a Halley. Newton calificó los distintos procedimientos conocidos como correctos en teoría pero de difícil ejecución. En particular, el método del reloj no le convencía en absoluto. Como veremos más adelante, los genios más absolutos también se equivocan.


El Decreto de la Longitud, promulgado bajo el reinado de la reina Anne el 8 de julio de 1714 recogía todas las conclusiones. Se establecieron tres premios: un primero de 20.000 libras esterlinas (equivalente a varios millones de euros actuales) por un error no superior a medio grado de un círculo máximo; un segundo de 15.000 libras por un error no superior a 2/3 de grado; finalmente, un tercero de 10.000 libras por un error no superior a un grado (60 millas náuticas, unos 109 kilómetros).

Se nombró un Consejo de la Longitud, formado por científicos, oficiales de marina y funcionarios gubernamentales. Sobrevivió hasta 1828 y, por entonces, había llegado a desembolsar más de 100.000 libras esterlinas.

Una de las propuestas mecánicas pioneras fue la del "cronómetro" (término acuñado aquí por primera vez) de Jeremy Thacker. Presentaba dos ventajas indudables: una cubierta de cristal en cuyo interior se había practicado el vacío para proteger el reloj ante cambios de presión y humedad; y una serie de varillas en espiral que mantenían en marcha el reloj mientras se le daba cuerda.

El problema seguía siendo la temperatura, que afectaba enormemente a la dilatación y contracción del material, haciendo que el reloj adelantase y atrasase hasta 6 segundos al día. Esto era mucho ya que medio grado de longitud equivale a dos minutos de tiempo, el máximo error en una travesía de seis semanas desde Inglaterra hasta el Caribe, lo cual hacía tres segundos diarios, como máximo.

Dymo 08-09-2011 13:51

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
John Harrison (nuestro superhéroe) nació el 24 de marzo de 1693 en el condado de Yorkshire, en el seno de una humilde familia de cinco hijos, de los que él era el mayor. Terminó de construir su primer reloj de péndulo en 1713, antes de cumplir la veintena. Aún se conserva en Guildhall, Londres. Estaba hecho de madera y concluyó otros dos idénticos en 1715 y 1717.

Hacia 1720 comenzó a construir un reloj de torre en Brocklesby Park, que finalizó en 1722. Aún funciona hoy, 289 años después. No necesita lubricación, pues está tallado en madera de guayacán, una madera tropical que exuda una grasa natural. Sustituyó el hierro y acero por latón, mucho más resistente a la oxidación. Entre 1725 y 1727, en compañía de su hermano James, construyó otros dos relojes. Su precisión siempre se mantuvo por debajo de un segundo a lo largo de un mes entero.

Harrison era consciente de que si realmente quería resolver el problema de la longitud debería abandonar la idea de su péndulo de rejilla y sustituirlo por un dispositivo de engranajes de vaivén que soportase las embestidas de las olas en el océano.


En 1730 John Harrison viajó a Londres pero no logró encontrar la sede oficial del Congreso de la Longitud. Nunca se había reunido. Decidido a no darse por vencido, optó por acudir a ver a uno de sus miembros: Edmund Halley. Éste le aconsejó visitar a George Graham, un conocido fabricante de relojes. Cuando se despidieron, Graham le facilitó un generoso préstamo. Los siguientes cinco años, Harrison, junto a su hermano James, los dedicaron a construir el primero de sus relojes marinos, el H-1 (pesaba 34 kilogramos). Se conserva (le dan cuerda a diario) en una caja de cristal blindado en el Museo Marítimo Nacional de Inglaterra. En 1735 John lo llevó a Londres y se lo entregó a Graham, quien lo presentó a la Royal Society. A pesar de todo, el Ministerio de Marina aplazó un año las pruebas y el ensayo del reloj. Fue embarcado a bordo del Centurión, con rumbo a Lisboa. Su capitán falleció al poco de arribar a puerto y no anotó nada en su diario. A la vuelta, que duró un mes, el patrón del Orford, Roger Wills, condujo a Harrison a Inglaterra. Wills estimó que se encontraba en Start, cerca de Dartmouth; Harrison le contradijo haciendo uso del H-1, situando el barco a 96 km al oeste de Start. Tenía razón. Una semana después se reunía el Consejo de la Longitud por primera vez desde su fundación, 23 años antes.

Cuando todo parecía a favor, Harrison, en un acto sin precedentes pleno de honradez y honestidad científica, hizo autocrítica de su propio invento, solicitando financiación para mejorarlo en un plazo de dos años, al cabo de los cuales regresaría y solicitaría una misión especial a las Indias Occidentales para probarlo. La ayuda solicitada por Harrison ascendía a 500 libras esterlinas. A cambio, otorgó el H-1 y el H-2 (la versión mejorada del primero) para su "uso público". Era el 30 de junio de 1737. Comenzaban las penurias...

El H-2 fue presentado por John Harrison en enero de 1741, casi cuatro años después y dos más tarde de lo que había acordado. Así y todo, Harrison volvió a repetir argumento. Ya no estaba satisfecho con su obra y solicitó volver a intentarlo. El H-2 nunca se hizo a la mar. Sometido a pruebas de calentamientos y enfriamientos, a grandes agitaciones y vapuleos diversos, salió muy bien parado de todos los avatares, ganándose el pleno respaldo de la Royal Society. El siguiente modelo, el H-3, requeriría de casi otros 20 años de trabajo.

Por aquel entonces, los marinos debían valerse de la ayuda de complicados instrumentos, combinaciones de observaciones que debían repetir no menos de siete veces consecutivas en aras de la precisión, y tablas de logaritmos que habían recopilado de antemano auténticos ordenadores humanos. Se empleaban unas cuatro horas en calcular la hora con ayuda de la esfera celeste. El inmenso reloj del firmamento se constituía en el principal competidor de John Harrison. La única alternativa razonable a sus relojes parecía ser el método de la distancia lunar.

En 1731 otros dos inventores habían creado de forma independiente el instrumento del que dependía el método de la distancia lunar: eran John Hadley, un hacendado rural y Thomas Godfrey, un vidriero indigente de Filadelfia. Hasta el mismo Isaac Newton albergaba planes para un aparato casi idéntico, pero su descripción estuvo perdida hasta mucho después de su muerte, entre las montañas de papeles que guardaba Edmund Halley.

El instrumento de Hadley y Godfrey era el cuadrante. Algunos lo denominaban octante porque su escala constituía la octava parte de una circunferencia. Gracias a un truco basado en pares de espejos, el cuadrante de reflexión permitía medir directamente la altura de dos cuerpos celestes, así como la distancia entre ellos. Incluso si el barco cabeceaba y se bamboleaba, los objetos que aparecían en la pínula mantenían sus posiciones relativas. Además, el cuadrante de Hadley llevaba incorporado un horizonte artificial para cuando el horizonte real desaparecía en la oscuridad o la niebla.

Equipado con los mapas estelares detallados y un instrumento seguro, un buen navegante podría medir las distancias lunares. A continuación, consultaba una tabla con la lista de las distancias angulares entre la Luna y numerosos cuerpos celestes durante diferentes horas del día, tal como se observarían desde Londres o París. Después cotejaba la hora a la que veía la Luna a 30º de distancia de la estrella Régulo, por ejemplo, con la hora a la que se había predicho esa posición concreta para el puerto base. Si, pongamos por caso, el navegante efectuaba la observación a la una de la mañana, hora local, cuando las tablas preveían la misma configuración sobre el cielo de Londres a las cuatro, entonces el barco llevaba un adelanto de tres horas; por consiguiente, se encontraba a una longitud de 45º al oeste de Londres.

El método de la distancia lunar se propagó gracias a una serie de investigadores desperdigados por todo el planeta. Cada uno de ellos aportó su granito de arena a un proyecto de inmensas proporciones. Además de medir la altitud de los diversos cuerpos celestes y las distancias angulares entre ellos, el navegante tenía que calibrar el factor de la proximidad de los objetos al horizonte, donde la refracción oblicua de la luz en la atmósfera hace que su posición aparente quede considerablemente por encima de la posición real.

Otra cuestión que también había que solventar era el problema del paralaje lunar, ya que las tablas estaban formuladas para un observador situado en el centro de la Tierra, mientras que un barco remonta las olas aproximadamente al nivel del mar y el marinero situado en el alcázar puede encontrarse casi otros seis metros por encima.

A finales de la quinta década del siglo XVIII la técnica empezó a parecer finalmente viable gracias a la acumulación de esfuerzos de las muchas personas que habían colaborado en esta empresa internacional a gran escala.

Por otro lado, Harrison ofrecía al mundo una pequeña criatura mecánica que hacía tictac dentro de una caja. Toda la complejidad del problema de la longitud ya estaba resuelto en su maquinaria. El usuario no necesitaba saber matemáticas ni astronomía. En 1759, casi 30 años después de su primera visita a Londres, sus sufrimientos alcanzaron cotas que tan sólo alguien agraciado con un espíritu indomable y una voluntad inquebrantable podría afrontar sin desfallecer y sucumbir al desaliento. Acababa de terminar su obra maestra: el cuarto reloj marino, el impresionante H-4.

John Harrison había necesitado 19 años para construir su predecesor: el H-3. Nadie se explica el motivo de semejante tardanza. Al fin y al cabo sólo había empleado dos años en terminar uno de torre y nueve años para hacer el H-1 y H-2. Trabajaba a tiempo completo en él y salvo pequeños encargos gracias a los que iba subsistiendo, vivía casi exclusivamente de los pagos del Consejo de la Longitud, en concreto cinco de 500 libras cada uno.

La Royal Society le otorgó el 30 de noviembre de 1749 la Medalla de oro Copley (entre otros galardonados, se pueden encontrar a Benjamin Franklin, Henry Cavendish, Joseph Priestley, James Cook, Ernest Rutherford y Albert Einstein). Dedicó el premio y pidió que aceptaran en su lugar a su hijo William. En aquella época esto no se podía hacer y hubo que esperar hasta 1765 para que William Harrison fuese elegido por derecho propio.

El H-3 constaba de 753 elementos. En la actualidad es posible encontrar en termostatos y otros dispositivos de control de la temperatura una de las innovaciones que aportó Harrison en su tercer reloj marino: la tira bimetálica (latón y acero laminados y remachados). También se ha mantenido hasta nuestros días otro dispositivo antifricción que inventó Harrison para su H-3: el rodamiento de bolas en posición fija.


El H-3, el más ligero de los relojes marinos, pesa algo más de 27 kilogramos, unos 7 menos que el H-1 y casi 12 menos que el H-2. Harrison quería un reloj pequeño, consciente del reducido tamaño del camarote de un capitán, pero nunca pretendió un reloj portátil, ya que sería mucho menos preciso. Sin embargo, algo le hizo cambiar de opinión. En 1753, John Jefferys le había construido un reloj (por encargo e indicaciones precisas del mismo Harrison). Era un reloj personal, de bolsillo. Disponía de una minúscula tira bimetálica (los relojes de la época adelantaban o atrasaban del orden de 10 segundos por cada grado que se modificaba la temperatura) y poseía un sistema que le permitía seguir funcionando mientras se le daba cuerda. Durante la batalla de Inglaterra se encontraba en la caja fuerte de una joyería sobre la que impactó una bomba y se coció literalmente durante 10 días bajo las ruinas del humeante edificio. Cuando en 1759 hubo terminado con el H-4, el reloj que finalmente obtuvo el ansiado Premio de la Longitud, se vio que presentaba realmente más similitudes con el reloj de Jefferys que con los tres anteriores. Con 127 milímetros de diámetro y un peso de tan sólo 1360 gramos, es una auténtica maravilla de la mecánica. Entre sus ruedas dentadas, diamantes y rubíes luchan incansablemente contra el persistente rozamiento.


Guardado para su exhibición dentro de una vitrina del Museo Marítimo Nacional de Inglaterra, el H-4 atrae a millones de visitantes al año. No sólo quedan ocultos sus mecanismos por el estuche de plata que cariñosamente lo envuelve, sino que las preciosas manecillas están paralizadas, congeladas en el tiempo, como bellas durmientes aguardando al apuesto príncipe que las despierte de su sueño de siglos. El H-4 no funciona porque los conservadores del museo no lo permiten. Afirman que ponerlo en funcionamiento equivaldría a destruirlo, a firmar su sentencia de muerte eterna. Debe preservarse para la posteridad. Si se limpiase con la regularidad que requieren otros, estiman que habría que desmontarlo por completo cada tres años, con los consiguientes riesgos de daño irreversible.

Pero dejemos, por un momento, la nostalgia y volvamos a las penosas desventuras de nuestro protagonista. Ya se sabe que la valía de un superhéroe se mide verdaderamente por la maldad de los supervillanos a los que debe enfrentarse. Permitidme, pues, que os presente al némesis de John Harrison en esta historia.

El reverendo Nevil Maskelyne convirtió la última etapa de la competición por el premio de la longitud en una encarnizada batalla. John Harrison le odiaba profundamente. Maskelyne pasó por diversas etapas intelectuales durante su vida. Al principio, criticó el método de la distancia lunar, después lo adoptó y, finalmente, pasó a ser su mismísima personificación. Era 40 años más joven que Harrison. Había estudiado en los centros de mayor prestigio académico como la Westminster School y en la universidad de Cambridge, donde era calificado de "empollón y pedante". Conoció a James Bradley, tercer director del Real Observatorio de Greenwich, con quien emprendió una busca conjunta de la solución al problema de la longitud. En 1761 consiguió embarcarse en una expedición rumbo a Santa Elena, con el fin de poner a prueba el método de la distancia lunar, el cual funcionaba maravillosamente en sus hábiles manos. El mismo año, William Harrison partía rumbo a Jamaica, junto con el reloj de su padre. El H-3 se terminó en 1759 pero no pudo probarse a causa de la sangrienta Guerra de los Siete Años. Entre la fecha en que se terminó el H-3 y la que se le sometió a prueba, Harrison presentó el H-4 ante el Consejo de la Longitud (era el verano de 1760). El Consejo optó por probar los dos juntos, el H-3 y el H-4, en la misma travesía. El primero salió de Londres rumbo a Portsmouth, donde permanecería en espera de que se le asignara un rumbo. El H-4 se reuniría con él posteriormente.

Al cabo de cinco meses, William seguía en Portsmouth. Pensaba, con bastante fundamento, que todo era una maniobra de Bradley para ganar tiempo y que Maskelyne reuniera pruebas que cimentaran el método de la distancia lunar. Bradley competía personalmente por el premio, a pesar de formar parte del Consejo y, por tanto, ser miembro del jurado del mismo.

William regresó a Londres en octubre de 1761 y volvió a embarcar en noviembre, esta vez solamente con el H-4. Su padre había decidido arriesgarse y retirar el H-3. Cuando llegaron a Jamaica, el 19 de enero de 1762, el H-4 solamente se había atrasado cinco segundos, tras 81 días en alta mar. El capitán del Deptford, Dudley Digges, les regaló a los Harrison un octante, sin duda un detalle simbólico del superfluo método de la distancia lunar y, por otro lado, triunfo del cronómetro.

Una semana después, el H-4 regresaba de nuevo a Londres. Con un tiempo mucho peor, las olas inundaban continuamente la cubierta y en el camarote del capitán se llegaban a medir hasta 15 centímetros de agua. William tapaba el H-4 con una manta y, cuando ésta se empapaba, dormía sobre ella para proteger el reloj y secar la manta con el calor de su propio cuerpo. Cuando llegaron, el 26 de marzo, el error acumulado era algo inferior a dos minutos. John Harrison debería haber recogido en aquel mismo instante el Premio de la Longitud, pero los acontecimientos, una vez más, se aliaron para que no fuese así. Se estableció que los controles no habían sido suficientes y que se requeriría otra prueba más, ahora bajo una supervisión aún más estricta. En lugar de las 20.000 libras, John Harrison recibió tan sólo 1500. Otras 1000 se le entregarían cuando el H-4 regresase de su segundo periplo marítimo. Dos meses después, en mayo de 1762, había regresado Maskelyne con importantes progresos.

Dymo 08-09-2011 13:53

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Al mes siguiente moría Bradley. A pesar de ello, los problemas de los Harrison no acabaron aquí. Su sucesor, Nathaniel Bliss, les convirtió en blanco de sus iras ya que, al igual que su antecesor, era ferviente partidario del método de la distancia lunar. Ni los astrónomos ni los almirantes del Consejo sabían nada del reloj. A principios de 1763 comenzaron a acosar a John Harrison para que lo explicara. Temían la muerte de éste, ya septuagenario, y la desaparición junto con él para siempre del secreto de su reloj. En marzo de 1764 el H-4 zarpaba con rumbo a Barbados. Al desembarcar, el 15 de mayo, en el puerto aguardaba el hombre de confianza de Bliss: Nathaniel Maskelyne...

Tras la segunda prueba del H-4, en el verano de 1764, el Consejo dejó que pasaran varios meses sin decir una palabra, esperando que los matemáticos y astrónomos hicieran las comprobaciones pertinentes. Cuando finalmente emitieron su veredicto, el reloj había demostrado que podía dar la longitud con una precisión de escasamente 16 kilómetros, tres veces mejor que la exigida en las bases del premio establecidas 50 años atrás.

Aquel mismo otoño, el Consejo se ofreció a hacer efectiva la mitad del premio a condición que Harrison entregase, a su vez, todos los relojes marinos y revelase los maravillosos secretos que ocultaban sus maquinarias. El premio completo, las 20.000 libras, sólo se le entregarían si él mismo se comprometía a supervisar la construcción de dos copias del H-4. Nathaniel Bliss murió a los dos años de ocupar el puesto de director del observatorio. Como en la peor de las pesadillas, su sucesor, en enero de 1765, sería nada más y nada menos que el reverendo Nevil Maskelyne.

Finalmente, Harrison no tuvo más remedio que plegarse a los caprichosos deseos del Consejo. El 14 de agosto de 1765 una comisión delegada llegó a su casa. Tardó 6 días en desmontar y enseñar pieza a pieza el H-4. Se le obligó a montarlo de nuevo y entregarlo, cerrado con llave, en su caja. Se le arrebataron sus esquemas, dibujos y planos mientras debía construir las dos copias exigidas.

Mientras tanto, Maskelyne seguía porfiando para publicar las efemérides náuticas para uso de los navegantes interesados en determinar la longitud mediante el método de la distancia lunar. Con los nuevos datos aportados se conseguía reducir de cuatro horas a treinta minutos el tiempo necesario para averiguar la posición en el mar. Sus tablas se utilizaron hasta después de su muerte, en 1811, pues incluían predicciones hasta el año 1815. Se continuaron publicando hasta 1907 las tablas lunares y el almanaque náutico hasta nuestros días.

En abril de 1766 el Consejo decidió someter el H-4 a otra prueba más. Se trasladaría del Ministerio de Marina al Real Observatorio, donde debería permanecer por un tiempo no inferior a diez meses, supervisado por el mismísimo Maskelyne, quien acudió personalmente a casa de Harrison a recoger los cuatro relojes. Durante el transporte hasta el vehículo, los operarios dejaron caer al suelo el H-1. El H-2 y el H-3 viajaron por Londres en un carro sin suspensión en las ruedas. El H-4 se transportó en barco por el Támesis hasta Greenwich.

El H-4 falló en la prueba de diez meses en el observatorio, entre mayo de 1766 y marzo de 1767. Llegaba a adelantar hasta 20 segundos al día. Quizá fuese consecuencia de haberlo desmontado pero algunos autores afirman que Nevil Maskelyne lo maltrató mientras el reloj se mantuvo a su cargo. Otros opinan que distorsionó la prueba a propósito.

Era bien conocido que el método de la distancia lunar adolecía de ciertos problemas, a saber: todos los meses, durante unos seis días, la Luna se encuentra tan próxima al Sol en el cielo que no es visible y, consecuentemente, no pueden efectuarse mediciones. En esta situación, Maskelyne le atribuía cierta utilidad utilidad al H-4. También vendría bien un reloj para los 13 días al mes en que la Luna ilumina la noche y se halla en el extremo opuesto del mundo respecto al Sol.

Harrison se quejó de que el H-4 había sido expuesto a la luz directa del Sol. En el interior de una caja, con cubierta de cristal, el reloj tuvo que haber soportado temperaturas sofocantes. Casualmente, el termómetro para medir la temperatura se encontraba en el otro extremo de la habitación y confortablemente a la sombra. Allí mismo terminó la relación de Maskelyne y los Harrison. Nunca jamás volvieron a dirigirse la palabra.

Cuando John Harrison solicitó al Consejo que le devolviese el H-4, éste rehusó. Tan sólo se le facilitaron dos copias del libro en el que aparecían sus esquemas y descripciones.

En 1770, otros seis años más tarde, John Harrison había concluido el primero de los relojes encargados por el Consejo: el H-5. Aún dedicaría otros dos años a probarlo y ajustarlo debidamente. Cuando le hubo convencido, Harrison ya había cumplido 79 años. Convencido de que no viviría para construir el H-6 decidió acudir al rey George III. Reunido con William en el castillo de Windsor, cuenta la historia que el monarca hizo las siguientes afirmaciones:

- A esta gente la han tratado cruelmente [...] ¡Por Dios, Harrison, yo me encargaré de que se le haga justicia!

Decidido a someter en persona a prueba el H-5 en el observatorio privado de Richmond, al principio el reloj se mostraba errático, hasta que el mismo rey George se acordó de que había dejado cerca de él unos imanes. Al eliminarlos todo volvió a lo que se esperaba del H-5. Al cabo de diez semanas, entre mayo y julio de 1772, defendió con orgullo el reloj, que había demostrado su precisión hasta el impresionante límite de un segundo cada tres días.

Acuciados por el gobierno, los miembros del Consejo de la Longitud no tuvieron más remedio que reunirse el 24 de abril de 1773. Por sugerencia del rey, Harrison abandonó las reclamaciones por vía judicial, optando por apelar al corazón y los sentimientos de los ministros. Para entonces era un anciano. A finales de junio, Harrison recibió 8.750 libras. Sin embargo, no era el premio codiciado, sino una gratificación concedida por la benevolencia del Parlamento, muy a pesar del Consejo. Se cambiaron allí mismo los términos en los que podía reclamarse el premio. Jamás volvió a hacerlo nadie.

En julio de 1775 regresó el capitán James Cook de su segundo viaje, deshaciéndose en elogios hacia el K-1, la réplica del H-4 realizada por Larcum Kendall, un antiguo aprendiz de John Jefferys. Posteriormente, en su tercer y último viaje, Cook volvió a llevar consigo el K-1. Cuenta la leyenda que cuando fue asesinado a manos de los indígenas hawaianos, en 1779, el reloj dejó de funcionar.


John Harrison murió, finalmente, el 24 de marzo de 1776, adquiriendo inmediatamente el estatus de mártir entre el honorable gremio de los relojeros. Durante décadas se había mantenido, prácticamente en solitario, siendo la única persona en el mundo que buscaba una solución seria al problema de la longitud con algo aparentemente tan iluso como un reloj mecánico. No fue nadie más que él quien, de pronto, y a raíz de su enorme éxito con el H-4, propició que legiones enteras de relojeros empezaran a atender la llamada de controlar el tiempo marítimo. De hecho, incluso algunos relojeros actuales aseguran que la obra de Harrison tuvo tanta influencia que propició y facilitó el dominio inglés de los océanos que desembocaría, finalmente, en la creación del Imperio británico.





EPÍLOGO

Tras la muerte de John Harrison, hacia la década de 1780, los precios de los cronómetros disponibles en el mercado oscilaban entre las 65 y las 80 libras esterlinas. Aun cuando los marinos tenían que pagarlo de su propio bolsillo, la mayoría lo hacía de buena gana a pesar de que un sextante de calidad y unas tablas de distancias lunares apenas si llegaban a las 20 libras. En pruebas de comparación, los cronómetros demostraron una precisión mucho mayor que las tablas lunares, sobre todo por su mayor facilidad de uso. El engorroso método astronómico, que requería una serie de observaciones, consultas de las efemérides y cálculos correctivos, abría muchas puertas al error.

El censo internacional de relojes marinos ascendió de un solo ejemplar en 1737 a casi cinco mil en 1815. El Consejo de la Longitud ya no era necesario y sería disuelto oficialmente en 1828, tras 114 años de existencia.

Existen testimonios de que cuando el Beagle, el barco en que viajaba Charles Darwin, zarpó en 1831 iba cargado con 22 cronómetros. En 1860, cuando la Marina de Guerra contaba con menos de 200 buques en todos los mares, poseía casi 800 ejemplares. Ya era costumbre utilizarlos. Al cabo de poco tiempo el cronómetro pasó a ser algo cotidiano y su polémica historia, junto al nombre de su inventor, quedaron en el olvido.


La hora media de Greenwich, a la que todo el mundo ajusta hoy su reloj, viene indicada hasta la millonésima de segundo, en la Casa del Meridiano, sobre la pantalla de un reloj atómico cuya vertiginosa velocidad digital simplemente resulta demasiado rápida para que el ojo humano la pueda captar.

Irónicamente y en un increíble giro del destino, la Historia recordará para siempre que fue Nevil Maskelyne quien llevó el meridiano principal a su actual situación, a unos 11 km del centro de Londres.

En la Conferencia Internacional sobre el Meridiano, celebrada en Washington en 1884, se declaró el meridiano de Greenwich el meridiano principal del mundo. Sin embargo, los franceses no lo aceptaron y mantuvieron el del observatorio de París hasta bien entrado el siglo XX, en 1911.

El lugar de honor de Flamsteed House lo ocupan ahora los relojes de Harrison: el H-1, el H-2 y el H-3. Maskelyne jamás les dio cuerda. Se limitó a guardarlos desdeñosamente en lo profundo de un almacén húmedo, donde permanecieron olvidados hasta 1836. Su restauración llevó cuatro años enteros.

Hacia 1920, el capitán de la Marina de Guerra inglesa, Rupert T. Gould, comenzó a mostrar interés por los relojes. Se ofreció a limpiar gratuitamente los cuatro. Empleó nada menos que doce años de su vida, casi siete de ellos exclusivamente en el H-3. Rellenó dieciocho cuadernos con dibujos, esquemas y complejas descripciones, mucho más claras y explicativas que las del propio John Harrison. Concluyó su titánica labor alrededor de las 4 de la tarde de un tormentoso 1 de febrero de 1933. Tan sólo cinco minutos después, el H-1 comenzó a funcionar de nuevo, por primera vez desde el 17 de junio de 1767.

Los relojes aún siguen funcionando en la actualidad en la galería del Real Observatorio de Greenwich. El conservador del Museo Marítimo Nacional que está a su cargo se refiere a ellos como "los Harrison", como si fueran una familia...

peleon 08-09-2011 17:13

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Muy interesante :cid5:
Muchas gracias.

figusurf 08-09-2011 18:58

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
bufff y lo sencillo que parece todo hoy dia!! Muchas gracias por ese gran aporte Dymo, lo he encontrado facil de leer y muy interesante e instructivo, Gracias de nuevo

Pepetripode 08-09-2011 19:06

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Muy Muy interesante. Gracias por la información :cid5::cid5:

Dymo 08-09-2011 23:13

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Las gracias que sean para Sergio L. Palacios y el blog http://fisicacf.blogspot.com/ ideal para los de letras a los que nos apasionan las ciéncias

Mariñel 16-09-2011 11:44

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
:cid5: impresionante relato....:cid5:
merece la pena leer estas cosas....:sip:
Gracias :brindis:

49ers 16-09-2011 11:58

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Muchas gracias dymo. Hay un libro sobre este tema, que me gustado muchisimo, se llama "Longitud" de la escritora Dava Sobel. Lo recomiendo.

Palo-Palo 16-09-2011 13:07

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Increible :cid5::cid5:

Me ha encantado.

Gracias por el aporte:adoracion:

Un saludo.:brindis:

Choquero 16-09-2011 14:26

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Ya, a ver como le explico yo a la parienta porqué llego tarde a recogerla :cagoento::cagoento::cagoento:


:cunao:


Muy interesante.
:brindis::brindis:

Amankila 19-09-2011 18:07

Re: Un genio solitario y cinco relojes
 
Da que pensar.
¡¡ las cosas no son sencillas por que lo parezcan!!.
Gracias por la información.


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