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Antiguo 19-08-2007, 21:36
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Hermano de la costa
 
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Predeterminado Re: Relatos que impresionan

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Originalmente publicado por liman Ver mensaje
Me impresionó por su sentido del humor al plantearse una regata en solitario. El autor es un navegante llamado Tom Rian quien al parecer era periodísta naútico. La regata es la Ostar de 1980.
En un determinado momento dice: "..Joder, qué agotador era ser buen marino..".
Que lo disfrutéis

"... Participar en la Transat nada tiene de romántico o divertido. Es más, en mi caso fue un reto personal, yo diría que estúpido, para ahorrarme el regreso a casa en un barco de línea. Cuando me apunté, loco de mí, no caí en la trascendencia del hecho: cruzar el océano Atlántico en solitario para ganar mi puerto en la costa este americana, y de esta manera no tener que vender mi barco en Europa, donde se pagaban mal. O la alternativa de embarcarlo en un carguero, que era carísimo y fuera de mis posibilidades. Por eso, y sólo por eso decidí inscribirme, pensando que, con ello, sería la organización y los otros participantes los que me ayudarían a ganar la otra orilla del charco. Craso error el mío. A partir de que cruzas la línea de salida estás completamente solo, y así hasta América; ¡vaya fiesta! Pero por qué había navegado hasta aquí, se preguntarán muchos: pues porque venir hacia Europa es mucho más fácil. Esperas al verano, pones las velas para recibir un viento de popa, y unos días después se encuentra uno en las Azores. Luego en Galicia, España y por lo tanto las costas europeas se abren ante uno y su barco. Así de fácil. Bueno; unas veces más movidito que otras, pero siempre caminando y gozando en la relativa seguridad de la bañera. Pero pegarte una jodida ceñida de más de cuarenta días, sólo se le ocurre a un imbécil o a un militar acostumbrado a vagar por los desiertos con unas botas enormes y el peso de las armas sobre sus hombros, como fue el caso del idiota que inventó esta prueba, el tal coronel Hasler.

Hubo momentos en los que decidí volver por el sur, vía las islas Canarias, pero luego hay que remontar también la zona del cabo Hateras hasta mi pueblo, cerca de Boston, así que lo que ganaba por un lado lo perdía por otro.

Durante la salida miré las caras de todos cuantos me rodeaban: unos tipos duros como salidos de un dibujo del holandés Sanders. Cada cual me parecía mejor y con más pinta de marino. Algunos escupían por la borda como para afianzar lo que yo pensaba de ellos. Otros, tenían unas miradas tan fijas y consistentes, que me dije para mí: igual es necesario ser un poco bobo y pensar poco para soportar este martirio por pura diversión. O carecer de imaginación, si acaso, pues aguantar días enteros contra un viento diabólico no da para imaginar mucho que no sea que en cualquier momento algo puede fallar, y entonces te hundes; el resultado era aterrador, y el producto de multiplicar esfuerzo por metros avanzados hacia casa, totalmente injusto, bobo y desalentador. Por qué navegarían estos tipos en solitario tanto tiempo, no dejaba de preguntármelo; yo, de haber podido, habría embarcado a diez o doce amigos conmigo, sobre todo a una legión de señoritas que movían banderitas en un yate inmenso como diciendo: idiotas, mirar lo que os perdéis por haceros los machitos en esos miserables barcos llenos de moho y oliendo a humedad. Quizás, me dije, y ésta podía ser otra razón, lo hacían porque no tenían más remedio ya que no había nadie que los aguantase; ni sus familias siquiera. ¡Ah, esa sí que era toda una razón! Y en parte me dieron pena. Yo puse mi radio muy fuerte para escuchar en francés, lengua que no hablo, una tertulia de eruditos que, según me parecía, hablaban de economía, aunque a mí me daba lo mismo, yo sólo quería sentir la compañía de unas voces, hablasen en lo que hablasen.

El tiempo para la salida se terminaba y todos los profesionales de esto me miraban con desaire, se conoce que por mi poca pinta de lobo de mar. No tenía uno de esos trajes de agua colorados o amarillos, yo sólo llevaba mi vieja gabardina de cuando estuve en el ejército, ya un poco desgastada, con unas mangas que había tenido que cortar con unas tijeras a la altura del codo para que no se enredasen en los chigres y unas botas de agua que había comprado en la ferretería de mi pueblo antes de salir para este lado, y que para más sufrimiento me quedaban grandes, y cuando llovía, les entraba un chorrito de agua muy desagradable, y que con el tiempo solía convertirse en una verdadera alberca. Mis gafas se empañaban a cada instante, además de darme un aspecto de profesor de literatura; pero si me las quitaba no veía nada y podía abordar a alguien. Juro que intenté navegar sin ellas en la salida, pero por muy poco colisiono con varias embarcaciones. Y aunque también lo intenté para parecer mejor marino, lo de escupir por la borda no me dio buen resultado; el escupitajo siempre volvía contra mí. Por lo que imité lo que hacía un tipo de pelo blanco, pero con aspecto de rudo hombre de mar, cuyo nombre de barco no pude distinguir y me puse a seguirle por toda la bahía. Aquél sí que tenía pinta de marino. Corría como un mono de proa a popa del barco ajustando cosas. Yo me decía; con todo el tiempo que tenemos hasta llegar a América, para qué voy a cansarme ya desde el principio; por eso no le imité demasiado. Pero aquel tipo debía de ser de los buenos, pues seguía corriendo de un lado a otro del barco mientras subía y bajaba velas como un poseído por el diablo. Sólo con mirarle, me cansaba. ¡Joder qué agotador era ser buen marino! Me decía en voz alta. Ante la perspectiva de una navegación interminable, y como había demasiados barcos dándome pasadas por todos los lados, y con las gafas empañadas no veía demasiado bien, decidí poner al velero al pairo y bajar a la cámara para hacerme unas alubias mientras hacía un poco de tiempo para que se descongestionase la mar que tenía delante de mis narices.

Los otros participantes me miraban un tanto extrañados, pero como ya he dicho que no tengo pinta de lobo de mar, lo que hacía les debió de parecer lo más lógico para un tipo de mi aspecto terráqueo. Por la radio escuché decir a alguien: mira ese imbécil, navega para el otro lado; pero yo a lo mío; lo verdaderamente importante era que las lentejas no se pegasen y que el chorizo que les había puesto, poco por cierto por carecer de fondos para comprar mayor cantidad, no saltase del puchero debido al mal estado del cardan de mi modesta cocina de gas. Hubo un momento en el que un velero repleto de gente se acercó casi hasta amura de babor guiados, creo, por el maravilloso olor que salía por el tambucho de mi nave. Joder! Mira ese tío, lleva número, luego debe de ir en la regata, y está cocinando el muy cachondo, oí gritar; pero qué iba a hacer ante esa legión de duros marinos que acobardaban mis bordos y me hacían sentirme un gondolero veneciano. Al rato, había más barcos a mi alrededor que tras los favoritos que seguían saltando el palo a la bañera y de la bañera al palo. Me hubiera gustado invitarles, pero sólo había preparado una modesta ración de unas seis mil lentejas; las otras trescientas mil que vienen en una bolsa de papel debía guardarlas para el martirio que tenía por delante; llegar mi casa navegando contra el viento dominante. Y ¿se puede hacer algo más estúpido?..."


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