Re: Hilo para hacer sociales y ser agradable
Como el Tiempo lo pintan Bastos este finde para sacar el trasero al agua
aprovechare este cajon de sastre de mi ya amigo Nave para poneros un cuentito que leer,,es totalmente OT..pero muy "social"
Malamar :
este cuento no es mio, es un manuscrito ajeno escrito
por su todavia actual pareja, que no se ha publicado.
Os lo someto a lectura, a pesarde su extension, sabreis perdonarme
Ella existe y es tal cual en la realidad, y no murio en esa ocasion,
claro, es licencia literaria,
Yo la conoci en un Foro generalista peruano, alguien me insistio acercarme a
ella. nunca se lo agradeceré bastante desde entonces es mi amiga, la
adoro...todo un lujo de persona.
Dios la bendiga.
NOEMIA
No sé cuantas veces la vi morir. Y mi primer pensamiento, cada vez, era ¿y ahora
qué? Duraba hasta su primera sonrisa, hasta su nuevo despertar.
Misha, la gata negra, solía subirse a su cuerpo. Noemia, condenada casi
definitivamente a la inmovilidad, sonreía en una cama coqueta, llena de
adornos, almohadas, peluches. En mi recurrente visión de su muerte, Misha
ronroneaba, esperando una caricia que Noemia ya no podía darle. Pero no: los
gatos no trepan sobre los muertos.
Casi todas las noches, antes de entrar al dormitorio común, aparecía esa
imagen: Noemia en la misma postura, en la misma inmovilidad, pero sin esa
extraña chispa llamada vida. Esa chispa que Shakespeare llamó sonido y furia, a
la que sin embargo uno se aferra como homo ludicus que en el fondo es. Uno
vive porque es jugador y siempre cabe una apuesta más. Hasta que lo arrojan
del casino o coge un revólver.
Para entonces, la desesperación imaginada había quedado atrás: se había
instalado un horror tranquilo, casi acariciador. Atrás quedaban, con el dolor más
agudo, los paseos cerca al mar, las películas a discutir en el café, los libros, la
diversión por computadora. Con los proyectos habían muerto las decepciones; el
adiós a las risas era también el fin de las lágrimas.
La anunciada peste negra de la muerte había barrido también todas las
nostalgias, porque en nuestras conversaciones en el tibio dormitorio los
recuerdos ya no eran nuestros: pertenecían a la peste que lo inundaba todo.
Conocí a Noemia en un banco: fue motivo para posteriores carcajadas.
Hacíamos cola para cobrar sendos cheques. Inicié una conversación poco
original sobre la lentitud detrás de las ventanillas, estimulado por el cabello
largo y negro y los labios color naranja de Noemia. Ella sonreía y respondía poco,
pero me di cuenta de que comprendía hasta ciertas alusiones más bien
cultistas a las que, como siempre, me aventuré tras algunos momentos. Tras la
bella apariencia había una mente divertida y ágil que captaba alusiones
literarias que hacían sospechar una silenciosa Alejandra de Sabato tras esa
fachada de hotel cinco estrellas: ¿por qué uno siempre se sorprende de la
inteligencia de una mujer hermosa? Es parte del largo catálogo de prejuicios que
nos adorna. Esa mente divertida y ágil, sin embargo, ya estaba amenazada por
los primeros, sutiles ataques de la enfermedad.
Cuatro años de loca diversión comenzaban. Dejamos a nuestras respectivas
parejas, la mía formal, la de ella informal, no sin ciertos sentimientos de culpa
ahogados por el irrefrenable egoísmo de lo que las artes
y artesanías literarias llaman pasión. Tras quince días de hostales decidimos
convivir. Comentario de Noemia: nos ha dado fuerte. Pensamiento mío:
¿cuánto durará? Por algo yo tenía 46 años y ella 22. Afortunadamente pudimos
alquilar un minidepartamento con una cocinita en la que ella logró arruinar varias
comidas.
Estábamos cerca de la avenida Larco y las noches brillaban para nosotros, con
grasientas hamburguesas y galerías de pintura que nos permitían despotricar
contra los expositores y contra el público. Comíamos donde Luigi cafés en el
Haití, juventud dorada a deshoras, inconcientes parásitos de la
realidad nacional y de una globalización, postergadas en nuestra permanente
excitación. Nos deseábamos con sutileza pero también con violencia, armados
de una ternura obscena. La pareja de ella, un muchacho sano y simpático, tuvo
el buen gusto de desaparecer sin crear mayores problemas, aunque exhalando
algunas frases de comprensible despecho. Si habló de “ese viejo”, como
sospechoso, Noemia no me lo dijo. En cuanto a mi esposa, cierto triste pudor me
impide mencionar la batalla que aún continúa y, me imagino, no terminará tan
pronto. Por suerte, estoy en condiciones de comprar su relativo silencio. Silencio
que también desaparecerá, con todos los demás privilegios, cuando se asiente
la bruma final.
Si hasta ahora he dejado la impresión de una relación plena de solemnidad
erótica, de apasionamiento porno/rosa, debo corregirla por fidelidad a ambos, a
nuestra verdad sin futuro, como todas. Reíamos, como
cuando Noemia citaba hallazgos de Kundera: más que los hombres guapos, a
las mujeres les fascinan los hombres amados por mujeres guapas; o como esa
escena protoorgiástica en la que una mujer acepta (¡acepta!) hacer el amor con
dos hombres y, para comenzar, los tres se contemplan desnudos en un gran
espejo: ambos hombres miran el cuerpo de la mujer, pero la mujer se mira a sí
misma. Aprendí mucho de psicología femenina con Noemia, y sobre esa
perpetua, sorda competencia entre las mujeres que desespera a las feministas.
La cotidianeidad, la privacidad, el mundo de la política y el no menos
salvaje de la llamada cultura, eran objeto de un escepticismo compartido que a
menudo derivaba en el tan calumniado cinismo, último y clandestino refugio de
los románticos cuando finalmente se resignan a ver el mundo tal cual es. En
algún momento llegamos a proyectar el Movimiento Cínico Internacional (la
quinta o sexta Internacional), con claras raíces existencialistas aunque también
con múltiples aportes griegos, franceses y alemanes. Sólo nos reíamos cuando
nos dolía. “Esto”, decía Noemia, “no lo entenderán las gentes serias, de
izquierda o de derecha. Sólo los extremistas de centro como nosotros.”
En verdad, fue un amor divertido durante esos cuatro años: no sé qué puedan
decir los sexólogos acerca del humor y la sexualidad. Con nosotros funcionó:
ninguna tristeza postcoitum, doctor, introversión alguna, ninguna mirada a la
mirada, ningún delirante orgasmo que no pudiera resolverse finalmente en una
gran carcajada de mutuo reconocimiento, de pacífica aceptación, de sublevación
contra el consabido absurdo. Esa era su perfección, y no una ausencia de
peleas (que las tuvimos, y fuertes) ni una especie de solemne metafísica de los
cuerpos. La trascendencia la llevábamos dentro. El más allá, la inmortalidad,
estaban incorporadas, en el auténtico sentido de esta
palabra: el espíritu era absorbido por la materia; teníamos chispas de pura
energía deambulando de neurona en neurona.
Pero había otras fuerzas haciendo el mismo recorrido, fuerzas a las que no voy a
honrar detallándolas como si tuvieran la misma categoría moral. El mal existe,
vaya si lo descubrí entonces y ratifiqué más tarde: no, no es
solamente una ausencia de bien. El mal existe, tiene un cuerpo y tiene un alma, y
además controla buena parte del universo. Nos deja apenas un resquicio, una
mínima brecha que al fin de cuentas siempre será cerrada, pero
que tenemos que intentar franquear aunque sólo sea para decirle al
todopoderoso mal: aquí estamos, somos posibles, no eres único en ese mundo
que una y otra vez te apropias. Y: cuando quede un solo hombre vivo, una sola
flor imponiendo colores a la oscuridad, un solo bicho arrastrando su inutilidad
bajo las galaxias, mi memoria vivirá en la tuya, mal, jodiendo tu triunfo,
amargando tu victoria.
Dije que esto duró cuatro años: el tiempo que falta, que no he reseñado todavía,
no es solamente el de la enfermedad. Víctima de una niñez y de una
adolescencia retraídas y autoagresivas, Noemia desarrolló, dentro de la relativa
calma de nuestra relación y -quién sabe -dentro de los parámetros de su
enfermedad o de la terapia que ésta requería, una nueva adolescencia, un ansia
de vivir en rebeldía, de agredir al mundo, de descubrir la nada y el absurdo en
todo, salvo en su extrañamente abierta sexualidad.
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..la lontananza sai
é come il vento
che fa dimenticare chi non s'ama..
spegne i fuochi piccoli,
ma accende quelli grandi
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