Re: De donde vino tu barco
Con tantas y tan emocionantes historias de amor, de deseo. Con tantas fantasías satisfechas como la que he leído en este hilo, no creo que la mía tenga nada de especial, pero quizás porque también tiene su parte de emoción, de anhelo insatisfecho desde mi juventud, de ilusión ante una meta y de satisfacción al conseguirla, me atrevo a contaros la historia de mi primer barco.
Empecé a navegar en un pantano, soy de tierra adentro. ¡Qué le vamos a hacer! Pero creo que la primera vez que subía a un barco, o al menos ese es mi primer recuerdo, o al menos el más vívido, fue en Villagarcía de Arousa.
Yo tendría siete u ocho años y a pesar de que han pasado casi cincuenta más, recuerdo muy bien la playa de arena dorada, la mar tranquila de la ría y por supuesto aquella barquita de madera, varada en la playa que me atraía sin saber porqué. Hice de ella mi castillo y mi lugar de juegos y subido en ella, solo, empecé a soñar.
Después llegaron las lecturas, las novelas, las aventuras… y siempre con un denominador común, el mar, la mar, y un padre que tenía mi mismo sueño; los barcos. ¡Cuantos paseos por los puertos admirando líneas, valorando características, deseando lanchitas! ¡Cuántas veces mis dedos y los suyos se deslizaron sobre la obra viva de algún barco varado camino del puerto de Sada!
Finalmente a mi padre le empezaron a ir mejor las cosas y tras discutirlo con mi madre se decidió a comprar una lancha con motor fuera borda para hacer esquí náutico en el pantano de Luna. Ahí empecé a navegar y allí hice mis primeras salidas a vela en un vaurien, pocas. Navegar sin motor no acababa de convencerme. Tendría unos quince años.
Después los estudios, las chicas, la carrera, las … Todo cambió excepto que cada los verano, el puerto de Sada o cualquier otro puerto costero que visitara se convertía para mi padre y para mi, sin quererlo, en nuestro destino, para continuar rozando con los dedos los cascos de cuanto barco nos quedara al alcance. Los dos volvíamos siempre a casa con los dedos teñidos del azul o del rojo de la patente.
No sé porqué se le ocurrió. A él nunca le había llamado la atención la vela y a mi poco, pero un verano cuando él tenía ya casi sesenta años y yo ya había mediado la década de los veinte años, tuvo la feliz idea de invitarme a hacer un curso de vela de crucero y ahí cambió mi vida.
Caímos en las mejores manos en las que podíamos caer, las de Pepe Naya y Miguel Villa, dos enamorados de la vela que ese mismo año acababan de abrir una escuela. Mi padre, fue durante muchos años la persona de mayor edad que empezó a navegar a vela con ellos y tanto él como yo nos enamoramos definitivamente del viento, y los veleros pasaron a ser un deseo que nos parecía inalcanzable.
Desde entonces y durante casi treinta años visité puertos, compré revistas, navegué como tripulante lo que pude y alquilé algún barco muy de vez en cuando. Pensé que ni mi trabajo, ni mi situación económica me permitirían nunca tener un velero, pero llegado un momento me lo planteé como objetivo. Trabajé, ahorré, tuve muy mala suerte y mi mujer, que ya compartía mi emoción por la mar, murió a los pocos años. Después, una nueva vida, otra mujer, la actual, también enamorada con la idea de viajar por el mundo en barco y más tarde la inversión en bolsa de lo que me había quedado del primer matrimonio empezó a crecer. La ilusión cada día parecía ser más real y las revistas primero y los barcos de ocasión en Internet después me acercaban cada día más al objetivo.
La suerte me sonrió. Nunca hubiera podido con mi trabajo comprarme un barco pero los años del boom económico hicieron subir las acciones y la decisión de vender con ellos. Visité mis primeros barcos, un Dufour hecho polvo fondeado en la Costa Brava fue el primero, después otros hasta que llegó el Xaloc. Me estaba esperando en Internet, digamos… disfrazado.
Había visto un Bavaria de 30 pies, que era todo lo que yo podía permitirme en aquellos momentos, y me puse en contacto con el vendedor. Dudé, preferí esperar y cuando quise comprarlo resultó que acababa de venderlo. Había soñado con aquel barco, pero, como digo, me esperaba el Xaloc, porque resultó que el dueño de aquel treinta pies tenía un Bavaria 36 también a la venta.
Nunca jamás me había planteado tener un barco de 11 metros. Me parecía un barco enorme al lado de un 30 pies, precioso, increíble, un sueño inalcanzable y por supuesto demasiado caro, así que me desponía a esperar otra oportunidad a mi alcance cuando su dueño, lo recuerdo muy bien, me dijo: “Cuando te ofrecen algo, piensa que no hay segundas oportunidades y que puedes arrepentirte toda la vida de tu indecisión.”
No sé si tenía razón o no, pero calculé, exprimí todas mis cuentas y sacando dinero de aquí y de allá cerré el trato al día siguiente.
Dos semanas más tarde me presenté en el puerto de Vilanova y la Geltrut junto con mi hermano, un amigo, un montón de pasta en el bolsillo y una furgoneta cargada con todos los pertrechos necesarios para llevar el barco desde Barcelona hasta Asturias.
Aquella tarde, cuando subí a mi barco y me paseé por su cubierta, cuando rocé las escotas con la mano, cuando tanteé los winches, cuando icé su velas por primera vez sentí que mi sueño se había cumplido.
Un par de días más tarde, cuando mi padre, enfermo ya de cancer, se unió a la tripulación para hacer un par de etapas y para pasar por primer y única vez en su vida el Estrecho de Gibraltar, cuando vi la ilusión en sus ojos, cuando su cara expresaba toda la felicidad de un niño aunque supiera que le quedaba poco de vida, yo me sentí el hombre más feliz del mundo. Los habíamos logrado nuestro sueño.
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