El coneho podría haber perdido su alma de nardo andalusí. Ya no recitarán sus labios el poema
Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
En que era muy hermoso no pensar ni querer
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer
Más que la necesidad de absolución, tal vez me mueva la esperanza de no haber pecado. Un jurado numeroso emitirá, quizás, el veredicto. Me siento asistido de letradas y de algún procurador.
El debate ha derivado hacia el concepto de Gran Amor y si éste es repetible. En general estamos hablando de ello como si el amor fuera un ser vivo o, al menos, algo tangible. Y no es así. El amor es el sentimiento depositado en una persona y, a veces, algunos cometemos el dulce error de ponerlo todo de una vez.
Es evidente que no puedo poner fotos, ni dar el nombre del barco ni dar detalles demasiado precisos, pues no creo que pudiera contar nunca con el permiso de los implicados para contar esta historia ante dos mil y pico personas repartidas por tres continentes. También es evidente que nunca me conoceréis. Así que os aconsejo que leáis esta historia del modo que se mira una película de la que se nos advierte que está “based in actual events”.
Por la razón expuesta he introducido ciertas distorsiones que complicarían una improbable labor detectivesca en el caso de que, por puro aburrimiento, a alguien le interesara emprenderla. Una de esas distorsiones debe ser corregida para que lo que sigue sea comprensible: mi esposa nunca tuvo profesor de equitación.
Ella fue mi Gran Amor. Primero, porque nos conocimos en unas circunstancias extremas, de peligro de la vida, que hacen que uno abra de par en par el alma y el corazón. En pocos días nos habíamos vertido el uno al otro todos los secretos, el contenido de todos los rincones y la poca mierda moral que se puede haber adquirido en tan sólo veinte años de vida. Era una de esas personas que llenan el mundo con su presencia. Inteligente, amable, simpática y buena. Y, sí, también bellísima. Tenía los ojos de color de niebla. Y todo muy bien colocado.
Sus manos transmitían la misma sensación sedante que las de mi madre, cuando, de niño, me las ponía en la cara o en la frente para saber si tenía fiebre. Unas manos que podían volar, o trotar, o acariciar, o reivindicar, cuando las posaba sobre el teclado de su piano. Le encantaba introducir sensibilidad en obras de técnica difícil, y así recuerdo que tocaba alguna de las Danzas Eslavas de Brahms –en especial la nº 5- de un modo que, si cerrabas los ojos, te parecía que viajabas sobre las llanuras de Europa.
Regresé de una de mis campañas justo a tiempo de acudir a un concierto. Mientras yo navegaba ella había estado ensayando el Warsaw Concerto, a dos pianos, para pasar su especialidad de Música de Cámara en el conservatorio. Es una pieza difícil. Y más si se trata de tocar en coordinación con otro pianista al que a penas ves.
http://www.youtube.com/watch?v=3Dwo-18U8WE
Más o menos a mitad de concierto me di cuenta de que la había perdido. Nunca nadie ha tocado el piano como lo hicieron aquella tarde ella y su compañero, un tipo pálido que daba la impresión de no ser el dueño de las manos que, frente a él, parecían sacar chispas del teclado. Alors, c’est fini? Con su niebla gris en mis ojos, sonrió. Desolée, mon chou.
Y se fueron por ahí a tocar el piano.
Durante un tiempo me sentí como si me hubiesen metido las pelotas en nitrógeno líquido. Tuve palpitaciones y eso que llaman angor mortis. Me fui de putas todos los lunes, miércoles y viernes, sin mucho éxito. Debía tener un aspecto tan enternecedor que un día una de ellas, por sorpresa, me dio un beso de amor en la boca.
Los primeros meses de mar fueron una verdadera pesadilla. Luego descubrí que era incapaz de desearle ningún mal. Al fin y al cabo, yo sólo se tocar un poco la armónica.
Quise, durante un tiempo, reemplazarla. Pero quien tenía sus manos no poseía sus ojos, o le faltaba el tono cautivador en la voz. Tampoco ha sido posible olvidarla. Según en qué circunstancias, mi hijo ha aprendido a desviar la mirada o a ponerse gafas oscuras. Para no herirme de nostalgia.