Re: Permitidme una confesión.
Y burla burlando, como dijo el del soneto, hemos llegado casi al final del relato. Veo con sorpresa que se han acumulado en mi PC 37 páginas de Times New Roman a tamaño 12. Nunca había escrito nada tan largo. Y no sé si volveré a hacerlo. A veces me he sentido como una especie de artesano, puliendo pequeñas piezas para ensamblarlas luego en una máquina o en un mosaico, sin tener la conciencia clara de que estaba vaciando rincones de mi intimidad que hacía largo tiempo que no visitaba.
A través de vuestras intervenciones he notado que, a pesar de que mis ojos ven en esta trama multitud de hilos, el interés general se centra principalmente en el gran juego del amor entre un hombre y una mujer. El tema eterno en el que concurre la pasión ciega, la abnegación absoluta, la posesión infame, la alegría más intensa y el dolor más triste. Pero yo, tal como confesé al inicio del verano, tengo cauterizada desde hace mucho esa región del organismo, ese lugar que recuerdo que palpitaba entre el esófago, el estómago y el corazón; siempre ansioso de algo etéreo como el aire, pero que el aire de los suspiros no conseguía llenar. Puedo identificar las señales de la nostalgia, del deseo y de la ilusión, pero me llegan ya como a través de algún tipo de prótesis que sustituye el tierno tejido vivo en el que, antaño, estas emociones provocaban heridas profundas o deleites intensos. No creo tener nada más que decir sobre el amor.
Miro, con cierto aturdimiento, desde la altura del tiempo hacia la estela de mi vida, y observo cuán rápidamente se diluye la espuma de mis días en la oscilación caótica -¡como la mar de este verano!- de mi memoria. Ya no puedo recordar, si cierro los ojos, la cara de mis padres ni la de mi esposa. Poco a poco se irán desfigurando también los recuerdos precisos de este viaje por el Tirreno. Suerte que he escrito esto y que tal vez el azul del blue grotto de Comino, el cañón cósmico de Pantelleria, el estruendo de Maesano o la presencia imponente del Etna no acaben desintegrados junto a las canciones griegas que, bajo la Vía Láctea, vibraron en una atmósfera de romero y la luz de Lípari en aquella mañana gloriosa, que ya empieza a ser remota.
Acabé mi viaje en un puerto francés del Golfo de León. Hice una maniobra de atraque lamentable bajo la mirada autosuficiente de un broker jovencísimo que me trató con la irónica delicadeza que suele reservarse para los plantadores de patatas. Llené un coche alquilado con mis cosas y me fui sin mirar atrás. Noté en el bolsillo el papel en el que Adèle me había escrito su dirección: una calle de Bagnères de Luchon. Pensé que necesitaría reflexionar un poco antes de decidir si iría a verla.
Y creo que este podría muy bien ser el FIN.
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