Recuerdo perfectamente la sensación que tuve la primera vez que salí de travesía, sin otro patrón o tripulante iniciado a bordo. Mar dura, lluvia, viento racheado de Mestral y ciento veinte millas por delante. A la hora de navegar ya habíamos quitado la mitad del trapo y yo claramente, no me estaba divirtiendo. Me sabía el único responsable de una embarcación que no era mía (me la prestó un amigo), y de una tripulación que en caso de que yo cayese al agua serían incapaces de detener el barco, pese a que lo primero que les enseñé fue a soltar escotas, el estrangulador y el botón de stand-by del piloto automático.
No me divertía, pero ellos sí parecían contentos. Sólo cuando empecé a ver en ellos interés por saber cómo funcionaban dichos mecanismos básicos y otros más avanzados, pude empezar a respirar hondo. Pero reconozco que a veinte millas yo también quise volver a puerto.
Cómo me alegro de haberme sobrepuesto; a las pocas horas ya tenía a dos tripulantes avanzados que sabían mantener un rumbo a caña, cazar y amollar las escotas del Génova y mayor y permitirme incluso bajar a tumbarme un ratillo en blando.
Eso sí, por supuesto que aquella noche no pegué ojo.

pero era verano y a mí me encanta la navegación nocturna.
En fin, que los tripulantes que tanto critican, lo que tienen que hacer es demostrar que son capaces de un mínimo de maniobras de seguridad y a hacerse cargo del timón y vigilancia para prevenir abordajes; que para fardos ya tenemos sus monstruosas maletas de ruedas.
Anímate, enséñales a navegar y disfrutarás del viaje y de su compañía.