ya que el tiempo fuera no acompaña, voy a poner unos relatos literarios en los que se novelan, unos hechos historicos que de un modo u otro han tenido relacion con la villa de Getaria
este relato ( lo pondre por entregas para no cansar) empieza en las lejanas tierras Inglesas.
La muerte de Fortún de Aguirre
Por Carlos Rilova Jericó
Costas de Inglaterra. Diciembre. Año del Señor de 1395.
Mientras las últimas flechas de los arqueros ingleses se clavaban en los paveses o en el suelo, los estandartes franceses flamearon contra el viento que corría hacia el mar. Gualdrapeando un tiempo, indecisos. Como si se tratase de un instante profetizado, durante unos momentos el viento se detuvo y las banderas y gonfalones cayeron desmayados. Fue entonces cuando se elevó de cien, mil, gargantas el grito de guerra. Primero fueron palabras articuladas, reconocibles, “¡Montjoie!”, “¡Saint Denis!”, “¡Santo Oriflama, protégenos!”. Después éstas se convirtieron en un alarido informe y las líneas de Infantería se movieron a la carrera, tras el rastro de barro y estiércol dejado por la Caballería y la Infantería pesada que atronaba la tierra delante de ellos, convertida en una masa de tela de colores y destellos metálicos. Como en un sueño, el capitán Martín de Dax supo lo que vendría en unos pocos instantes, cuando chocasen las dos líneas, la suya y la de los ingleses que, una vez más, tratarían de detener aquella nueva incursión en tierras del rey Ricardo II.
Las formaciones, ya rotas por la carrera en busca del enemigo, se deshicieron aún más y los combates se fragmentaron, dividiéndose las tropas en grupos confusos. Cada cual buscó al enemigo que más le convenía: por proximidad, por altura, por apariencia de fortaleza, o de debilidad… El primer rival del capitán Dax cayó con el casco y la coraza de eslabones y cuero atravesada por un golpe de espada brutal, preciso y limpio. Fue sólo el primero de muchos. ¿Cinco?. ¿Seis?. ¿Tal vez ocho?. Era difícil saberlo, incluso distinguir a los que sólo había conmocionado o herido gravemente. Nada de lo que extrañarse. Era el resultado de una batalla. Una más como muchas otras en las que había participado desde que, con dieciséis años, saliera de su casa para enrolarse como mercenario al mejor postor. Y también una vez más había sobrevivido, cubierto de sangre, pero vivo y entero. Y ya era más rico que cuando entró al palenque. Con una sonrisa que parecía una cicatriz, se acarició la barba y soñó con más batallas, con una nueva matanza que trajera más botín…
Mientras él y los demás entraban en las calles del pueblo que había sido elegido como nueva víctima propiciatoria de la estrategia de terror francesa, oyó los primeros gritos de desesperación, los golpes sobre puertas y postigos pronto abatidos, y deseó que esos días de gloria nunca acabasen. Que nunca faltase una casa de rico burgués para ser saqueada, ni una bella mujer -como la que ahora tenía ante sus ojos irritados por el sudor- para ser forzada…
Guetaria, Tierra y Hermandad de Guipúzcoa. Tiempo de Adviento del Año del Señor de 1396. Torre y palacio de los Zarauz, en las inmediaciones de la parroquia de San Salvador.
El criado, a pesar de ir vestido con librea, calzas y zapatos de gamo fino, seguía pareciendo tan sólo un mozo bastante tosco, rubicundo y de piel rojiza. Se inclinó ante su amo con un gesto, más que airoso, humilde y acobardado.
-Mi señor… el hombre que aguardáis acaba de desembarcar en el puerto. Os doy aviso, tal y como me lo ordenasteis.
El señor de la torre de Zarauz respondió con un tajante asentimiento de cabeza y con un gesto de la mano se hizo preceder por su sirviente hasta el piso superior de la torre, hacia la parte que daba sobre los muelles. Quería contemplar bajo la luz del desmayado sol de invierno la mercancía que estaba a punto de comprar. Gruñó complacido cuando comprobó que veía sin ser visto y que la mirada de sus ojos seguía siendo fuerte y penetrante. El hombre iba convenientemente acompañado -criados, seguidores, compañeros de armas y una mujer con aires de barragana- y tenía un aspecto que le complació. Vestía de manera muy parecida a él, enteramente de negro, desde la montera hasta las calzas, salvo por unas cortas botas de gamo que le llegaban hasta un poco más arriba del tobillo y el brial de color verde cerrado con un broche rico pero discreto. Sus armas eran visibles de vez en vez, cuando el aire del mar removía el brial o él mismo procuraba dejarlas bien a la vista de los que le rodeaban, afanándose con las barricas y las pacas que el barco, recién llegado del puerto de La Rochelle, estaba descargando sobre los “cais” de la villa.

Los modales no eran finos, pero se veía de lejos que aquel hombre era el adecuado para los propósitos del señor de la torre de Zarauz. Estaba claro que las armas que pendían de su cinturón, abrochado con finas hebillas esmaltadas, no eran un adorno ni una amenaza vana, destinada a espantar a salteadores de caminos o posaderos demasiado ambiciosos. Mientras lo veía marchar en dirección a la Puerta de Mar de la cerca que muraba la villa, el caballero gamboíno tomó sus disposiciones. Sin apenas volverse para mirar a su sirviente le murmuró sus deseos.
-Hazlo pasar a la sala principal un poco después de que llegue. Pero que espere durante un tiempo. Ofrécele vino. Del bueno, el traído de Ribadavia. Pero no demasiado. A los otros dales del áspero.
El criado vaciló durante un instante antes de retirarse.
-¿Ni siquiera chacolín del país?. Hay entre ellos gente que parece de alguna calidad…
Con un gesto apenas perceptible las manos del señor se crisparon. Una de ellas sobre la empuñadura de la daga que pendía de su costado izquierdo. El criado se dio cuenta de su error apenas acabó de pronunciar su pregunta. Sin necesidad de ver el rostro de su amo, supo que estaba oscurecido por la ira. Esa que, como bien sabían él y los demás sirvientes, e incluso los vecinos de la villa, los comerciantes venidos de lejos, los trovadores y juglares también llegados de tierras allende, era mejor no desafiar.
-Dales chacolín, pero no del de la cuba que se ha traído de la casería de yuso de la iglesia de San Martín.
Intuyendo a sus espaldas la inclinación sumisa y aliviada del criado, seguro ahora de haber hecho una advertencia procedente a su amo, el señor la torre de Zarauz se esforzó, cambiando de ventana, en seguir todos y cada uno de los pasos visibles de su futura adquisición desde los “cais” hasta la misma puerta de su torre.
Sintió que la agradable fiebre de la Lujuria se apoderaba de él cuando contempló de cerca el rostro de la mujer que acompañaba al mercenario. Tenía el pelo de color jengibre recogido bajo un sombrero de ala ancha de un terciopelo bastante nuevo, adornado con una joya esmaltada como las que lucía el capitán de mercenarios al que parecía pertenecer. Bajo la camisa y el ceñido jubón, sus formas parecían juveniles y apetitosas. Sobre todo sus pechos redondos y pequeños, como manzanas maduras. Al verla desde más cerca, modificó su juicio sobre ella. No tenía, como había creído al principio, el aspecto vulgar de las barraganas que acompañaban generalmente a los acotados. Pero le faltaba algo para ser una dama. Trató de imaginar qué azares de la vida y de la guerra la habían unido a aquel hombre pavoroso cuyo rostro quedaba oculto a medias bajo el ala de su sombrero de terciopelo negro, ceñido con una cinta de eslabones de plata. ¿Acaso era botín de guerra?, ¿el pago de un rescate?. ¿Estaba con él voluntariamente?.
El señor de la torre de Zarauz deseó que eso último no fuera cierto. Era lo único que no podría negociar y no era buena política entrar en discusiones con los mercenarios. Si se extendía entre esas gentes la historia de una disputa por una mujer que, probablemente, acabaría con la muerte del capitán y de varios de sus sicarios, nadie querría ponerse a su servicio. Y eso era algo que el linaje no se podía permitir. Así las cosas, la mujer se convertía en un capricho inalcanzable. Justo aquello que más disgustaba al señor de la torre de Zarauz. Poco acostumbrado a no obtener, de inmediato, o casi, aquello que deseaba.
Su lujuria comenzó a disiparse justo después de aquellas reflexiones a contrapelo. El capitán de mercenarios y su banda habían llegado ante la puerta de su torre y, justo en ese momento, se cruzaron con varios vecinos de la villa. Rió entre dientes esperando a ver su reacción.
Se estremeció con una mezcla de asco y odio cuando oyó las voces de los villanos. Y lo que se atrevían a decir:
-Ved, Fernando de Rivas, ese que se hace llamar señor de la torre de Zarauz, se atreve a traer a su basura ante nuestras propias barbas.
El aludido no dijo nada, limitándose a hacer una seña que el también aludido señor de Zarauz comprendió enseguida había estado convenida de antemano. A ella salieron del pórtico de la iglesia más vecinos armados. Varios de ellos con ballestas. El dueño de la torre, cada vez más inquieto, se preguntó si esa precaución era mera casualidad o aquellos infectos villanos se habían enterado de algún modo de la llegada de la partida de mercenarios que venía a reforzar su mesnada.
Sin haber fraguado todavía un plan concreto de represalias contra criados demasiado habladores, el de Zarauz escuchó con disimulo las palabras que empezaron a cruzarse entre los dos grupos.
Le complació ver cómo los mercenarios se contenían, esperando una señal de su capitán para hablar o para actuar. Fue éste quien se encaró con Fortún de Aguirre, aquel repugnante mercader que había hablado en primer lugar y, para variar, era el que parecía llevar la voz cantante en todo aquel asunto.
Se acercó a él con la mano izquierda apoyada sobre la cadera y la cabeza algo inclinada. Sin ver su rostro, el señor de la torre de Zarauz supo que debía de estar sonriendo calmadamente antes de dirigir palabra alguna a aquel sucio tendero. El amo del palacio casi rugió de placer al ver cómo el mercenario manejaba aquella difícil situación sin siquiera la ayuda de sus adláteres.
-¿Me hablas a mí, villano?.
El silencio fue espeso. Cargado de ese miedo que el señor de la torre de Zarauz había sido enseñado a detectar desde que apenas el bozo comenzó a apuntar en sus ingles y su cara, cuando había empezado a manejar las armas con alguna eficacia. Estaba seguro de que la basura aquella, el tal Fortún de Aguirre y los necios que habían hecho banda detrás de él, no replicarían. No se atreverían. En cualquier caso, el mercenario no le dio ocasión para ello. Sin esperar su respuesta se acercó a él algo más, pero sin rebasar en ningún momento el punto en el que podían alcanzarle una espada o una daga, esgrimida por quienes tenía frente a él. El señor de la torre de Zarauz lo admiró por el modo en el que supo ocultar su miedo -si es que acaso había llegado a sentirlo- ante las ballestas que algunos de los villanos tenían a punto de ser montadas, con el pie apoyado en el estribo del arma y las poleas accionadas.
-No te oigo villano. ¿A quién te dirigías?. ¿A quién te referías cuando hablabas de basura?.
Una risa ahogada se expandió en la garganta del señor de la torre de Zarauz, al oír las nuevas palabras de desafío que su mercenario -ahora ya lo veía así, sin dudas, sin reservas- había arrojado a la cara de aquellos repugnantes tenderos con ínfulas de hidalgos. La risa, sin embargo, se transformó en una especie de temblor, acompañado de un sudor frío, cuando el que acompañaba al tal Fortún respondió por él y, al parecer, por todos los demás que estaban agazapados como polillas a la entrada de la iglesia.
-Lo decía… lo decíamos por ti. Escoria de los caminos.
El señor de la torre de Zarauz, aún en medio de su estupor, pudo ver cómo los hombres del capitán de mercenarios se estremecían con un sordo rumor. También algunas manos nerviosas dirigirse hacia las vainas de las dagas y espadas, preparándose para sacarlas a relucir bajo aquel débil sol de invierno. El banderizo sintió que sus ojos estaban a punto de saltar de sus órbitas mientras contemplaba cómo el compañero de Fortún de Aguirre, no sólo no se arredraba ante aquel murmullo amenazante, sino que, además, se aproximaba cada vez más al capitán de mercenarios y le hablaba casi escupiendo las palabras a su cara.
-Lo decíamos por ti. Siervo. Collazo. Abarquero miserable… ¿dónde has robado esas botas?. ¿O las has conseguido honradamente?. ¿Sabes tú lo que es eso?. ¿Lo saben los que te siguen hasta esta casa?.
El señor de la torre de Zarauz, casi sin haber sido consciente de ello, se había agarrado a la tela de lana mezclada con arpillera que cerraba la ventana cuando el postigo de madera estaba abierto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el hombre que había estado desde el principio en compañía de Fortún de Aguirre, tenía la daga desenvainada y en la mano mientras se encaraba con el mercenario. Esperó el desenlace de aquella escena comprometida y delicada conteniendo la respiración y rumiando una mezcla de miedo y de oprobio, preguntándose hasta dónde llegaría la osadía de aquella bazofia villana.
Todo acabó de un modo que no le satisfizo, pero que tampoco le disgustó. Ocurrió cuando, inesperadamente, Fortún de Aguirre levantó la voz.
-Dejadlos pasar. No ensuciéis las calles de Guetaria con esa sangre infecta. Habrá mejor ocasión y lugar para arreglar esto, Fernando de Rivas.
El capitán de mercenarios parecía pensar lo mismo que el villano, pues se retiró sin mediar palabra, siendo recogido entre sus hombres, como en el seno de una ola de colores abigarrados -pardos, ocres, rojos, amarillos, azules-, que, a su vez, fueron engullidos por las puertas de la torre y palacio de Zarauz, abiertas después de girar sobre sus goznes con un sonido oscuro y desabrido.
jarraituko du...................
continuara........