Parece que se han abierto muchas líneas de reflexión en este hilo.
Soy exmarino mercante, y en aquellos años en los que yo era más joven que mis ropas tuve tiempo de pensar en las razones por las que existían las tradiciones típicas de los barcos. La conclusión a la que llegué es que todo aquel rígido sistema de formas iba encaminado a no asalvajarse; a conservar la "humanidad". A menudo la comida era una porquería, pero usábamos todos los cubiertos y la cristalería que hubiesen colocado en un hotel de lujo, y a nadie se le hubiera ocurrido pelar una fruta con las manos. Tenía su encanto, pero sobre todo tenía un sentido: comerse aquella bazofia sobre mantel de hule hubiera sido muy deprimente.
Lo mismo podría decirse de la imagen de los oficiales y del Capitán. Al viejo lo tratábamos todos de Don, tuviera la edad que tuviese, y de Don trataban los subalternos a todos los oficiales, aunque tuviesen acné juvenil. También esto tenía un sentido, porque muy a menudo nuestros barcos salían al mando de un muchacho de 30 años, o menos, con unos oficiales más jóvenes aún, y se largaban a viajes que duraban seis meses fácilmente con períodos de desconexión del mundo que duraban semanas. Las tripulaciones eran muy numerosas, las condiciones muy duras (ya he hablado de la comida) y todo lo que ayudase a mantener el orden y la efectividad del trabajo era imprescindible.
Solíamos ir bien vestidos y en muchas navieras era obligatorio el uniforme aún en los barcos de carga y , sobre todo, al llegar a puerto. Está claro que a la hora de dirigir a cuatro o cinco manos de estibadores al mismo tiempo, procurando que aprovecharan el espacio de las bodegas al máximo y que no robasen demasiado, toda apariencia de "autoridad" era bienvenida. También, los cargadores y aseguradores dormían mejor y pagaban con más diligencia el flete si la gente a la que le habían encomendado sus mercancías tenía un aspecto disciplinado y un poco "militar".
Recuerdo a un compañero que decía que si existían los galones en la marina era porque resultaba imprescindible señalizar a los gilipollas, ya que de otro modo nadie podría imaginarse que ellos eran los que estaban al mando. Y creo que el esfuerzo de mi generación fue mucho en esa dirección. Había que intentar llegar a ser el capitán aunque se estuviera en pelotas dentro de un burdel incendiado. Muchos consideramos que el tratamiento era, muchas veces, una barricada que servía a dos trincheras y que propiciaba a los vagos y los emboscados. Había que dejarse de cuberterías y cristalerías y exigir que la gente comiese bien. Dejarse de dones y de señores y hacer que la gente trabajase de forma efectiva y segura. Nos pagaban por llegar a tiempo y con pocas averías, no por ser guapos.
Puede que algunas cosas cambiasen porque cambiaron los tiempos y la tecnología. Poco a poco los maquinistas fueron disponiendo de cuartos de control con aire acondicionado, los marineros dejaron de dormir en sollados y pasaron a tener sus camarotes, los contenedores hicieron que el trato con los estibadores fuese muy tangencial y los propietarios de la mercancía dejaron de saber en qué barco iba ésta a cruzar la mar.
Cambiaron las condiciones y los tiempos, y en consecuencia los uniformes, los tratamientos y muchos de los rituales quedaron fuera de su tiempo. Quedaron anacrónicos.
En cuanto a los honores patrios, qué puedo decir. Cualquiera que, yendo embarcado en un candray español, ganando un sueldo español y con la Ley Penal y Disciplinaria de la Marina Mercante en vigor, haya compartido muelle con barcos alemanes, franceses, ingleses, italianos o en general cualquier cosa menos griegos (pobre gente) creo que desarrolla la tendencia a pensar que las banderas son de tela y a cada cual le toca la que le toca, como el ser alto o tener el pelo negro. Uno sólo puede sentirse legítimamente orgulloso de aquello en cuya creación ha participado. Si yo estuve mis mejores años apartando agua y subiendo o bajando olas, creo que lo hice por mi futuro y por mi familia. No creo haber hecho nada por mi bandera ni que ella haya hecho por mí nada que no hubiera hecho cualquier otra a cambio de mi trabajo. En este sentido coincido mucho con Theodor Heuss, primer presidente de la República Federal de Alemania, que cuando le preguntaron con insistemcia si amaba a Alemania contenstó que amar, amaba a su mujer.
Pero supongo que esto es independiente de que yo haya sido marino o relojero. Es sólo mi sentir.
A veces miro las fotografías, no muchas, que tengo de aquella época y me encanta ver lo guapos que estábamos todos. Recuerdo el ambiente de la cámara de oficiales de algún barco de hace casi 40 años, aquellos uniformes de lana gruesa que olían a rayos, y me enternece nuestra lucha por mantener la dignidad y la elegancia. Pero aquello ya pasó y, como dice mi querido y denostado colega en este mismo hilo, si algo echo de menos es el levantarme sin que me duela nada.
Por mi oficio actual sigo en contacto con los marinos de hoy, y me parecen tan valientes, tan capaces y tan marinos como lo fuimos nosotros. Y un poco más altos, en general. Será que se alimentan mejor. Y todos se tratan de tú a tú sin que se hunda el mundo (ni el barco, claro está).
Por último, vaya rollo estoy largando, hay que comprender que quienes han vivido estas cosas en propia carne se sientan un poco sorprendidos o tal vez incómodos ante quienes intentan mantener aquellas cosas que ya están muy rancias y que, en su momento, no existieron por placer, sino porque no había otro modo de hacerlas.
Vaya una ronda a mi cuenta. Y perdón por el tocho!
