Re: Based in actual events
Fue durante el verano de mis dieciséis años. Por alguna razón que no recuerdo, mi padre decidió llevar el sloop desde Moraira, que era su puerto base, a Marsella. Se trataba de hacer el viaje con mentalidad de transporte, sin entretenerse por el camino, ya que mi madre se nos uniría en Francia para comenzar las vacaciones propiamente dichas. Navegamos sin parar hasta Barcelona, donde entramos a repostar y descansar un poco, y continuamos luego hasta Cadaqués. Allí mi padre le tomaría el pulso a la atmósfera y decidiría el mejor momento para pasar Creus sin que “Joanot de Narbona” (el mistral) nos lo impidiese. Recuerdo que fuimos a cenar a tierra y después a tomar una copa. Esa fue la primera vez que tomé alcohol acompañado de mi padre. Y la primera vez que olí en el ambiente el humo de la grifa. Mi padre estaba maravillado de ver cómo la mayoría de los clientes del bar (todos turistas franceses), que estaba pared por medio con el cuartelillo de la Guardia Civil, fumaban sus petardos con absoluta impunidad ante la indiferencia del guardia que custodiaba la puerta del cuartel.
Los españoles, dijo mi padre, son tan sencillos y tan buenos que su policía no sabe ni cómo huelen las drogas.
Era un buen mozo. El actor Liam Neeson me lo recuerda extraordinariamente. En aquella noche de luna, en aquella plaza pegada a la playa, es casi seguro que, de no ser por mí, se hubiera podido ligar a alguna de las muchas mujeres que intercambiaron sonrisas con él. En vez de eso, paseó la mirada por las sombras grisáceas de la gran montaña que cierra la bahía por el sudoeste y comenzó a contarme una historia.
Mi bisabuelo, nacido y criado en Torrevieja, era propietario de dos goletas francas que dedicaba al transporte de mercancías a lo largo de la costa, entre España y Francia. Al mando de una de ellas estaba un patrón hijo, precisamente, de Cadaqués. Buena parte de los tripulantes eran también ampurdaneses. En cierta ocasión, el barco transportaba un cargamento de naranjas desde Castellón para Marsella, y se encontró con mal tiempo. El capitán decidió refugiarse en Cadaqués a la espera de una mejoría, pero el viento persistió tanto que empezó a temerse por la conservación del cargamento. Mi bisabuelo era un hombre duro, y, probablemente, el patrón llegó a valorar qué le parecía menos terrible: la Parca, con su guadaña, o mi bisabuelo cabreado delante de cien toneladas de naranjas podridas. Además, el hecho de estar refugiado precisamente en su pueblo le parecía que podía dar lugar a dudas sobre su abnegación marinera.
Sea como fuere, decidió arriesgarse. Y perdió. Junto al islote de Massa d’Or, que por allí llaman Sa Rata, los tomó quizás una racha de través que hizo que las naranjas corriesen a la banda. El farero del Cap de Creus vio cómo el barco se acostaba dulcemente por estribor y se iba a pique en un santiamén. No hubo supervivientes.
El bisabuelo quedó muy impresionado por aquella tragedia. Hasta el fin de sus días se sintió responsable por haber presionado tanto a sus patrones, y cambió completamente de actitud ante la vida. Vendió el barco que le quedaba, compró tierras en Argelia, emigró con su familia y se dedicó a la agricultura.
Así pues, aquella bahía mágica tenía mucho que ver en la historia y el destino de mis ancestros. También yo dejé vagar la mirada por las sombras imponentes, el reflejo de la Luna sobre el mar y los destellos humildes del faro de Cala Nans. Sentí un escalofrío.
Salimos al día siguiente sin tener las cosas muy claras, al parecer, una nubecilla que se había formado en la ladera de la montaña podía ser un augurio de la llegada de Joanot, pero las indicaciones del barómetro y el aspecto del cielo decidieron a mi padre a intentar el paso del Golfo, de modo que nos fuimos arreando a motor lo más deprisa que pudimos.
Ya habíamos pasado el Cap de Creus cuando el de Narbona cayó sobre nosotros. En principio el viento, que no era muy fuerte, venía exactamente de proa y no avanzábamos casi nada, así que paramos motor y nos resignamos a navegar de ceñida y hacer el doble de distancia, pero al cabo de pocas horas la mar nos pegaba de lo lindo y el barco, que era de madera, empezó a hacer bastante agua. El sol se acercaba al poniente. Estábamos completamente empapados. Mi padre valoró la situación y decidió no luchar más. No podíamos seguir sin destrozar el barco.
Metió timón de arribada, viramos en redondo y dimos rumbo al canto Sur del macizo del cabo, allí donde, según la carta, había alguna cala en la que podríamos fondear. Estuvimos de acuerdo en que volver a Cadaqués hubiera sido un poco indigno.
Y así fue como descubrimos Cala Jugadora. Un “kolpòs” de la tierra que nos acogió amorosamente en su seno. Allí dentro el silencio era absoluto y se podía encender una vela al aire libre sin que la llama temblase, la Tramontana pasaba muy lejos por encima de nuestras cabezas, y parecía escucharse, de vez en cuando, como un trueno lejano y sordo que, dijo mi padre, era la fricción del aire consigo mismo en los torbellinos.
Cenamos con glotonería casi sin hablar, mirando y escuchando el silencio, y permanecimos así, rodeados de roca plateada, un largo rato hasta que mi padre decidió que podíamos irnos a dormir. Hoy, en sueños, haremos el amor con la madre tierra, dijo.
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