La Taberna del Puerto Almayer
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Antiguo 16-12-2010, 18:29
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El tipo que se parece a Niles Crane, el que compró el ketch de mi hijo hace un año, me llamó a primeros de octubre. Me contó una historia de relleno que ya no recuerdo y acabó proponiéndome un precio razonable si quería recomprarle el barco. Cosas de la crisis, pensé.

Le dije que necesitaba reflexionar durante unos días, pero –ahí me salió un reflejo de mis antepasados comerciantes- le adelantaba que no era para mí el mejor momento para andar comprando barcos y muy probablemente no podría llegar a la suma que tan amable y justamente me ofrecía.

Era una locura. Para comprar el barco en estos tiempos debería vender o hipotecar propiedades inmobiliarias, financiando bienes fungibles mediante el patrimonio, cosa que jamás debe hacerse. O al menos eso me han dicho.

Pedí consejo a mi hijo. A fin de cuentas es mi heredero universal y, cuando yo muera, recibirá mis deudas y mis logros, de modo que ya hace tiempo que no muevo ficha sin su conocimiento. Me propuso un trato: si yo me comprometía a seguir navegando con él en verano (en su barco), él me daría el dinero para comprar el ketch. Fijó un precio bastante bajo –apétalo un poco, papá. Ya verás como baja-, pero decidí complementarlo con mis ahorros sin que él lo supiera y llamé al Niles Crane para darle una buena noticia.

A finales de octubre estaba todo hecho y me encontraba amarrado en un puerto del sur de Francia pensando, sin prisas, en qué hacer con mi futuro y con mi amado barco. Creo recordar que fue una tarde de mistral, de rojo Poniente y susurros de jarcia, cuando recibí un correo de mi hijo que, de nuevo, una vez más, alteró completamente mi universo:

“Papá, no te lo vas a creer. ¡Tengo una hermana!. Una preciosa muchacha de dieciocho años, hija de mi madre y del pianista.”

De novela.

Mi ex esposa, con la que había perdido todo contacto hacía más de veinte años, había tenido una hija con su nuevo marido, cosa que yo ignoraba y, aparentemente, tampoco sabía mi hijo. Al parecer, el pianista había desaparecido con viento fresco hacía algunos años y recientemente mi ex mujer había enfermado muy gravemente. Sin esperanza.

Mi hijo me contaba cómo su madre había logrado comunicarse con él y explicarle que su hija no tenía absolutamente a nadie más en el mundo. Le pedía desesperadamente que la acogiese y ayudase. Al fin y al cabo era su hermana.

Se habían visto unas cuantas veces en Londres y en Madrid. Se habían reconocido como hermanos oyendo eso que llaman la llamada de la sangre y habían decidido que era tiempo de que yo también la conociese. Debía ir a buscarla al día siguiente al aeropuerto de Marsella. Estaría encantada de instalarse a bordo un par de días. No hacía falta buscarle hotel.

Por prudencia elemental –me repelía la idea de meter a una extraña en mi barco- reservé un par de habitaciones en un hotel de Sant Louis, a orillas del Ródano, y me dirigí al aeropuerto. Caí en la cuenta, mientras aparcaba mi “bagnole”, de que no había pedido ninguna foto de la chica ni sabía cuál era su aspecto, así que arranqué un trozo de la tapa de una caja de cartón que llevaba en el maletero y escribí su nombre en él. Elisa. Desconocía su apellido.

Me coloqué frente a la puerta de las llegadas mostrando mi rudimentario cartel, como un taxista, y esperé.

Veinte minutos después del aterrizaje del avión de Madrid observé que los viajeros que salían por la puerta tenían el aspecto característico de los españoles. Levanté algo el cartel y noté que se me tensaban un poco los nervios.

Y de pronto la vi. Me quedé paralizado mientras ella se aproximaba lentamente, con serenidad y estilo. Un instante después de que me plantara dos besos en las mejillas me rodaron por ellas dos enormes lagrimones.

No es que se pareciera a su madre. Es que era una reproducción exacta. Dolorosísimamente exacta.

Hasta olía igual que ella.
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