La Taberna del Puerto Sergio Ponce
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Predeterminado Ben, el hippy

Entre los doce y los dieciséis años tuve muchos compañeros de colegio, pero un solo amigo. Se llamaba Ben y, como yo, era hijo de extranjeros que habían fijado su residencia cerca de Alicante. Es probable que, a pesar de que los niños españoles eran muy amigables, el hecho de pensar en otro idioma, comer a horas distintas cosas diferentes y vestir de manera ligeramente exótica nos hiciera sentir más próximos el uno del otro y más alejados de los “nativos”.

Casi todos mis recuerdos de Ben se enmarcan en una pequeña cala, casi una grieta de contrabandistas, que hay al Oeste del macizo que forma el Cabo de la Nao. En medio de la cala, ya pequeña de por sí, había un gran peñasco que la dividía en dos y que impedía que fuese visible desde el mar. Allí revivimos, cómo no, las historias de los bucaneros, construimos refugios, asaltamos castillos y nos cañoneamos de fragata a fragata imaginaria con proyectiles de arena. Más tarde llegaron las acampadas, las canciones junto a una hoguera, los primeros cigarrillos y las primeras chicas.

Ambos estábamos fascinados por el mar, pero así como yo conduje mi pasión a través de un camino disciplinado y estricto que me conduciría a tener una profesión, Ben, que era un espíritu más valiente, decidió que lo suyo sería vagabundear en barcos de vela, vivir a salto de mata como un surfista californiano y beberse el elixir de la juventud sin ataduras y sin obediencias. Con diecisiete años partimos con rumbos divergentes: él hacia Cowes y yo a Marsella.

De vez en cuando nos escribíamos algún mensaje breve en una postal que enviábamos a casa de nuestros padres respectivos con la esperanza de que nos la hiciesen llegar donde quiera que estuviésemos. Las suyas venían unas veces del Caribe, adonde había llegado como tripulante de un yate, otras mostraban panorámicas del Solent o de la Fastnet Rock mientras participaba de la famosa semana de Cowes. Las últimas venían de Formentera, donde, según afirmaba, se había quedado a pasar una temporada viviendo bajo una higuera en una típica furgoneta Volkswagen.

Supongo que yo le contesté desde sitios muy lejanos, pero ya no recuerdo qué era lo que le contaba. Las postales se fueron espaciando y, finalmente, dejaron de llegar.

En aquellos tiempos, las buenas compañías de navegación tenían un estilo algo militar. El uniforme era obligatorio y el trato entre oficiales y subalternos bastante rígido. Muchas veces, asfixiado bajo aquellos ropajes, me vino a la mente el recuerdo de Ben, al que suponía dándose un chapuzón en aguas transparentes o tocando su guitarra bajo la higuera balear mientras se hacía rular algún petardo. A menudo reflexionaba sobre mi vida y me preguntaba si no estaría tirando a la basura mi juventud al esforzarme en cumplir con las expectativas que mi padre había puesto en mí y que, cómo saberlo, tal vez pertenecieran a un esquema de valores periclitado y rancio.

Pasaron los años y, en opinión de quienes me rodeaban, me convertí en un hombre serio, honrado, profesional y fiable. Y algo triste también, añado. Y más bien solitario. La imagen de Ben se fue enquistando y acabó convertida en el reproche mudo que, a través del tiempo, me hacía de vez en cuando el joven que un día fui.

Hace unas semanas recibí una carta de su última compañera. En ella me contaba que Ben había sucumbido a un cáncer de pulmón y que, junto a sus últimas voluntades, le había pedido que se esparcieran sus cenizas en la calita de su infancia. Para ello le había dado mi dirección, convencido de que yo aún seguiría vivo y que le podría indicar el lugar exacto.

Supe así de los últimos años de mi amigo, enfermo, sin dinero, mal atendido médicamente, pero con un salvaje apego a la vida. Había escrito un libro y compuesto media docena de canciones que, grabadas en un CD, me traería como regalo la viuda. También había tenido dos hijos, que ya debían rondar los treinta y cinco, que no se sabía dónde estaban.

Así fue como me encontré una tarde, con la urna de las cenizas de mi amigo en las manos, decidiendo si esparcirlas todas en el agua o dejar una parte junto a las rocas en las que construimos nuestros castillos y nuestros navíos. Dejé caer, por fin, algunos gramos donde antaño convinimos que estaba la batería baja del Royal Sovereign, otro poco allí donde, al calor de una hoguera, aprendió a tocar la guitarra y, el resto, se lo entregué al mar. La viuda no tenía ninguna foto actual de Ben, de modo que me despedí de él intentando revivir su imagen última: un hippy de diecisiete años, lleno de vida y de felicidad.

Pensé que me hubiese gustado tener una última conversación con él. Haber hecho una especie de balance general de nuestras vidas respectivas para saber, comparando con la suya, si había desperdiciado la mía. Le hubiese puesto la guitarra entre los brazos para que cantase aquella vieja pregunta:

How does it feel ?
How does it feel ?
To be on your own ?
With no direction home ?
A complete unknown ?
Like a rolling stone ?

… y, tal vez, la contestase.

Luego supe que él ya había tenido esa conversación con su compañera un día en que mi recuerdo le pasó por la mente.
Al parecer, Ben había llegado a la conclusión de que los humanos nos movemos más empujados por el miedo que por los deseos. Él le tenía miedo a la muerte; miedo a morir sin haber vivido suficiente. Yo, en cambio y según él, le tenía miedo a la vida o a lo que la vida pudiese hacerme antes de morir. Ambos habíamos hecho lo que nuestra naturaleza nos demandaba.

Ya sé que el tiempo volverá a posarse sobre su recuerdo, suavizando aristas y desdibujando imágenes. Ya sé que muy pronto pensaré en él como en algo cálido, amable y de lo que cabe dar las gracias al destino. Pero hoy, ahora, aún lo echo de menos dolorosamente.
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