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Predeterminado Re: HISTORIAS Marineras (contadas por gente común)

Una ronda de ron caribeño para todos! Este es un relato que escribí hace unos años, más para que no pase inexorablemente al olvido que por otra razón. Las fotografías son actuales de la época. Espero que sea de interés.


LA CANCIÓN EN EL AGUA

La gente no me cree cuando cuento esta historia. Es por eso que no la cuento. No a los amigos en el bar, o con el café de sobremesa. No a extraños ni miembros de mi familia. Nadie conoce esta historia, aparte de aquellos que estaban conmigo en aquel momento, los pocos que fueron testigo como yo de los hechos. Nadie, hasta ahora.

No es un secreto. Simplemente no quiero ser acusado de mentiroso, o de tejedor de fábulas, simplemente para divertir a la concurrencia. Pero lo que voy a contar ocurrió de todas formas.

Ocurrió en el mar, a pocas millas al este de la isla de Fernando de Noronha. Lo cual es lo que mismo que decir que ocurrió a unas millas al este del medio de la nada, pues allí es donde se encuentra la isla, en el medio del Atlántico sur.

Fernando de Noronha es un grupo de islotes someros, en la latitud del estado de Pernambuco, en el noreste brasileño. Son en realidad afloramientos coralinos rodeando una isla principal, pero sin llegar a formar un atolón. La isla principal es el pico de una gigantesca montaña submarina que se eleva desde los fondos abisales del océano mil metros por debajo, y apenas rompe la superficie.

Hoy Fernando de Noronha es un exclusivo lugar de vacaciones y una reserva natural, pero en el tiempo de esta historia a principio de los años 80 del siglo pasado, no había en las islas absolutamente nada excepto una pequeña base de la armada brasileña, un faro, y las ruinas de una prisión.

A principios del siglo XX el gobierno brasileño construyó allí una prisión donde, siguiendo el ejemplo de los franceses en la Isla del Diablo en Guyana, enviaba a cumplir sentencia (en su mayoría, sentencias de por vida) a los condenados más peligrosos. Era una sentencia de muerte por otros medios y con otro nombre; los presos eran enviados a Fernando de Noronha a morir.

La prisión ya no existe, por supuesto, pero historias de los sucesos ocurridos allí y de las vidas de los prisioneros en la islas aún persisten en el imaginario popular y en el folklore de Natal en Brasil. Muchas historias, algunas aterradoras, todas trágicas, de soledad, privaciones, amor, desesperación, y locura aún viven por boca de abuelos y viejos pescadores.

Bien, como introducción ya basta. Era el 21 de noviembre de 1980, y yo era un estudiante de oceanografía a bordo del buque de investigación oceanográfica Almirante Saldanha de la armada brasileña. El Saldanha había sido un bergantín de cuatro palos, con casco de hierro, construido en Inglaterra en 1933, para servir de buque escuela en la armada de Brasil. Un navío hermoso, absolutamente una Gran Dama de los mares. A mediados de los años 60 dejó de ser un barco escuela y vehículo de diplomacia, y la armada brasileña recomisionó el navío como un buque de investigación.

Esto quiere decir que quitaron la arboladura a la pobre Gran Dama, reemplazaron su antigua máquina de vapor por un diésel de locomotora, y le construyeron una sobrecubierta para alojar todos los laboratorios científicos.
Todo esto significa también que el Saldanha era el buque más incómodo que haya surcado nunca los mares. Sin sus mástiles que le dieran estabilidad, el Saldanha cabeceaba, rodaba y guiñaba como un corcho en la brisa más leve. Con un casco simple de hierro sin aislamiento, era ruidoso, húmedo, e insoportablemente caluroso en los trópicos.

Agréguesele una dotación de 80 tripulantes con una dieta a base de arroz y “feijoes” (frijoles negros) y aquellos calores pegajosos, y el barco apestaba a humanidad bajo cubierta. No lo que yo llamaría un crucero placentero.

Para mí, sin embargo, todo aquello carecía en absoluto de importancia. Como parte de un convenio de cooperación entre las respectivas armadas de Uruguay y Brasil, yo había sido seleccionado, junto con otros cinco compañeros de universidad, para participar en una campaña de investigación oceanográfica de dos meses de duración. Era una fantástica oportunidad para nosotros desde el punto de vista profesional, y se presentaba a mis ojos como la aventura de una vida. ¡Dos meses navegando por el Atlántico y jugando a ser Jacques Cousteau!

En realidad, nosotros los estudiantes estábamos allí para realizar todo el trabajo pesado y aburrido de laboratorio, bajo la dirección de dos investigadores profesionales. No teníamos acceso al puente de mando, y ciertamente NO al comedor de oficiales. Estábamos allí para hacer guardias, operar los guinches, mantener el equipo, y procesar muestras de agua y de plancton durante desesperantemente aburridas e interminables horas filtrando miles de litros de agua en el laboratorio.

El Saldanha navegaba un curso recíproco desde la costa de Brasil hasta, más o menos, el medio del Atlántico, y desde el río de la Plata hasta Natal en Brasil, deteniéndose cada 40 millas para extraer muestras de agua desde una profundidad máxima de 200 metros. Dia y noche, con buen y mal tiempo, el buque se detenía en mitad del océano cada cuatro horas, y nosotros echábamos al agua 200 metros de cable de acero con botellas Nansen fijadas al cable cada 20 metros para obtener las muestras.

Una vez recuperadas las muestras del mar, nuestro trabajo era vaciar las botellas, filtrar el agua, y hacer los análisis químicos y biológicos correspondientes. En total, el crucero incluía más de cien estaciones de muestreo.

Esto trae el relato de regreso a Fernando de Noronha. La isla representaba el fin de nuestra participación en el crucero. La última estación de muestreo se encontraba a unas 15 millas de la isla principal. Una vez completado el trabajo de laboratorio ese día, el Saldanha debía navegar hasta Natal donde desembarcaríamos los estudiantes uruguayos para volver a Montevideo. El Saldanha sería entonces reaprovisionado, y un nuevo grupo de estudiantes embarcaría para la segunda etapa de la campaña que los llevaría hacia el norte hasta la desembocadura del río Amazonas.

Habiendo ya procesado las últimas muestras, escrito los últimos informes y empacado los últimos trebejos en nuestros bolsos, el capitán comunicó a la tripulación que nos quedaríamos allí un día más. Parece que el Saldanha debía también relevar algunos miembros del personal de la base de la armada en la isla, y por razones que he olvidado por completo, no pudieron embarcar de forma inmediata.

La isla no tenía (ni tiene) un puerto, y el área circundante es demasiado somera para permitir la entrada de un buque de la envergadura del Saldanha, con multitud de promontorios coralinos extendiéndose en todas direcciones. Por esta razón, el capitán decidió fondear un poco más alejado a sotavento de la isla, en unos 20 metros de agua. El tiempo estaba bueno, con alisios ligeros del este, lo que nos daría una noche tranquila de descanso a todos.
Esa noche, bajo una luna llena hermosa, fuimos invitados por primera y única vez, a cenar con los oficiales, con vino y cerveza para celebrar el final de una campaña exitosa. Consumidas las viandas y hechos todos los brindis, los estudiantes nos retiramos a nuestras literas.

Como concesión a la comodidad del personal científico civil, nuestra cabina tenía una hilera superior de literas cardánicas (equivalente a una hamaca hecha de metal), y una inferior de literas fijas al casco. Yo nunca usé las literas cardánicas. Las encontraba incómodas, y el constante chirrido del cardán sin aceitar era más enfadoso e inconducente a un buen descanso, que el movimiento del barco al que ya estábamos habituados de todas formas. Elegí por lo tanto echarme a descansar en una de las literas fijas, al otro de la cabina, y dormir con la oreja a dos pulgadas de distancia del casco de hierro.

En algún momento durante la noche desperté confuso y algo desorientado, sin saber qué había interrumpido mi sueño. Aparte de algún ronquido apagado, había absoluto silencio en la cabina. En la calurosa y sofocada oscuridad, todo parecía normal. Y sin embargo, no todo lo era. Concentrándome, podía oír un sonido inusual, viniendo de alguna parte. No era el rumor de una conversación lejana entre personas, o los gemidos y gruñidos normales de una embarcación con casco de metal, o el ronroneo de maquinaria eléctrica, tampoco el frufrú apagado de las olas golpeando contra el casco. No, este sonido tenía cadencia, como de música. Era una melodía, aunque no una melodía como yo había escuchado nunca antes.

No podía creer que hubiera a bordo un despistado cantando en mitad de la noche. ¡Esas cosas simplemente no ocurren en un buque militar! Y aún así, allí estaba ese sonido, claramente distinguible, aunque muy tenue, yendo y viniendo. Fue entonces que caí en la cuenta de que el sonido venía del casco de hierro, a sólo unos centímetros de mi cabeza. ¡En otras palabras, el sonido provenía del agua! Apreté la cabeza contra el hierro y escuché música: una canción, clara e hipnótica, cantada por voces vivas.

Completamente despierto ahora y con mucha curiosidad subí en silencio a cubierta, encontrándola desierta. La luna llena brillaba, la brisa era ligera y tíbia, y nada se movía en derredor. Bajé a la cabina y echado una vez más en mi litera apreté la oreja contra el hierro del casco. Las voces volvían a estar allí, muy, muy lejanas, ¡cantando aquella extraña melodía!

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil en aquella posición, con la oreja sobre el hierro húmedo, escuchando. Probablemente sólo fueron algunos minutos, pero parecieron horas. Creo que me quedé dormido escuchando aquella melodía extraña, aquellas voces claras y tenues que no parecían humanas.

Al despertar el día siguiente pensé que todo había sido un sueño, una pesadilla descabellada producto del calor y la falta de aire en la cabina. Pregunté a mis compañeros si alguien había escuchado ruidos extraños, música, durante la noche. Indagué también entre la tripulación. Todos me miraron con ojos vacíos sin comprender de qué estaba hablando.
Uno de mis compañeros sugirió que lo que había escudado eran ballenas. O delfines. No, pensé. Conozco el sonido de la canción de las ballenas, y el cuchicheo de alta frecuencia de los delfines.

En fin…. ¡Quizá haya sido sólo un sueño después de todo!

Muchos, muchos años más tarde, iba de viaje desde Uruguay a Sudáfrica, cuando quedé varado en Natal. Mi vuelo de conexión a Johannesburgo había sido cancelado, y tenía que esperar en Natal por 24 horas al siguiente vuelo. Un día vacío en Natal, en la humedad y el calor del trópico, ¡sin nada qué hacer! La aerolínea me había reservado una habitación en un hotelucho sin aire acondicionado sobre la playa, cerca del puerto. La única habitación disponible en toda la ciudad, me aseguraron.

Al día siguiente, luego de haber dormido muy poco y con dos tazas de café por desayuno, salí a caminar por la playa. Ahora bien, el paseo marítimo de la ciudad Natal, y las playas de moda, están situadas al norte del puerto comercial, donde se concentran todos los grandes hoteles y complejos residenciales para los turistas. Yo estaba en la menos reputable y mucho menos turística playa al sur del puerto comercial. Era no más de un camino vecinal con casas muy modestas a la derecha, y una ancha playa de blancura deslumbrante a la izquierda, llena de pequeñas barcas de madera varadas, cientos de metros de redes de pesca colgadas sobre pilones secándose al sol, y el olor a algas, pescado, y diésel en el aire.

¡Bueno, una cerveza fría es tan apetecible y refrescante aquí como allí! Con esa imagen en la mente, entré en una taberna de pescadores que apareció entre dos casas, que podía haber sido construida con la madera que deja la resaca en la playa, techada con hoja de palma, y pintada con todos los colores del arcoíris, a sentarme en la barra y pedir una “Brahma” (una marca de cerveza brasileña).

El sitio brindaba una sombra agradecida, y a excepción de un par de marineros viejos sentados al otro extremo de la barra (evidentemente pescadores locales) bebiendo cachaça, estaba vacío. Aunque hablo portugués razonablemente bien, en cuanto abrí la boca para pedir la cerveza, todos en el recinto sabían que yo era un extranjero. Bicho raro en ese barrio de Natal.
Pero los brasileños son, en general, gente curiosa y gregaria. En el espacio de unos minutos ya tenía a uno de los viejos lobos de mar sentado junto a mí, interrogándome que de dónde venía, que qué estaba haciendo allí, y si era mi primera visita a Natal. Así comenzó la conversación.

Después de un par de cervezas para cada uno, mencioné al pescador (cuyo nombre supe alguna vez pero lamentablemente no recuerdo) que no, en realidad, no era mi primera visita a Natal, y que había estado allí mucho años antes, cuando era estudiante, en un crucero de investigación a bordo del Almirante Saldanha.

Y entonces relaté al pescador la historia que acabo de relatar aquí.

Durante el relato, el hombre me miraba con creciente incredulidad. Entonces, entornó los ojos y con una expresión indescriptible en la cara exclamó:
-¡¿Você também ouviu?! (¿tú las escuchaste también?)
-¿Cómo que escuché también? ¿A quién se refiere? respondí.
-¡Ouviu elas, as sereias! (¡escuchaste a las sirenas!)

Fue entonces mi turno de poner cara de sorpresa. No sabía si el viejo hablaba en serio o le estaba gastando una broma a este pobre y tonto turista extranjero.

El viejo se inclinó entonces, y casi en un susurro dijo: “Ellas cantaban para ti. ¡Es peligroso escucharlas! Vienen a buscar a quienes las escuchan. Muchos hombres en la antigua prisión de Fernando de Noronha perdieron la razón escuchando sus voces, y a esos hombres… ¡nunca más se los vio entre los vivos!
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anécdotas, historia maritima, marina, marineros, nautica


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