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Predeterminado SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

A QUIEN LEYERE

Bástame saber que este libro cayó en tus manos, lector a secas, a quien antaño llamé querido, benigno y pío, mas hogaño, por no ofender, no diré ni pío. Bástame eso, pues quien toma un libro con ánimo de leerlo bien merece tributo sólo por el gesto. Tan cierto como quien lo compra me hace tributo sólo por el gasto. Igual me viene seas lector o lectora, que leer es como rascar y a todos pica, venga ceñido en calzones o en enaguas; igual viejo caduco entrado en verrugas que mocito de cuatro dientes, que edades son buenas todas para hacer oídos a verdades, los viejos porque andan bien desengañados de casi todo, o bien viven engañados a fuerza de ofuscación en porfía de lustros, y los jóvenes porque les valga la prudencia de quien dejó en letra lo que vio en el mundo y a ellos les queda por ver; igual tonto que listo, que el lerdo en su simpleza no tiene nada que perder en la lectura, que acaso le avive el seso, mientras el sabio apuesta más alto y pierde ligero, pues pueden mis juicios darle a entender que nada de lo sabido es cierto; igual rico que pobre, pues el dinero despoja el juicio para hacer hueco a la vanidad que trae consigo en demanda y, siendo mi obra alguacil de vanidosos y verdugo de relamidos, puede salirle cara de leer siendo barata, mas el pobre nada pierde, pues si no le gustare aún puede atizar con ella las moscas o usar el papel para envolver cominos o limpiarse lo sucio; igual ladrón que juez, pues gato y toga son tal cual de cabeza a rabo, y son hoy ladrones los que mañana han de juzgarnos; igual clérigo que laico, pues nada en estas páginas es más asqueroso a los ojos de Dios que a los de los hombres, y respondo yo de eso ante ambos.

Solo una condición te obligo, lector, y es que leas esto desnudo de prejuicios, sabiendo que no es mi oficio injuriarte sino entretenerte, y si coliges que castigo acá tus vicios, tenlos por tales y ríete de ellos, que te hará bien. Si me lees, por contra, con ánimo de crítica, ¡chitón, zoilo mormurador! Antes de azotarme a mí mírate al espejo del alma y flagélate tú con disciplina y vinagre, infame, si la perfidia y la inquina tanto te huelgan. Y si las cosas que acá digo te disgustaren, bien por aburrimiento o por disparate, no sigas leyendo, depravado, que nadie promete el Cielo por ello ni te apremia a punta de espada. Que lo que digo es verdad, no dudes, mas advierte que todo lo escrito es fantasía y que fábulas hay más reales que toda realidad por cuanto enseñan, que es canon de moralidad y, siendo inventadas, por sabias son paradigma de las mayores verdades. Y si nada aprendieres de ellas, doyme por satisfecho con que una vez sonrías, pues es forzoso que te has de divertir leyendo esto cual yo hallé solaz escribiéndolo, y aún con menos esfuerzo. Dado el caso de haber leído buena parte de este libro sin que haya asomado ni un sonriso a tus severos labios, ciérralo y vete a mondar nísperos, que te hará más provecho. Y has de disculparme si te causo hastío y empalago con mi lenguaje de tiempos del rey Filipo y la dueña Quintañona. Si es tal, devuélveme al sereno reposo de la biblioteca y ponme entre paréntesis que no quiero verme entre corchetes. Vale.

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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

DISCURSO


I. DEL SUCESO DE MI RESURRECCIÓN

Desperteme atobado e incómodo, tendido en pétreo lecho, los miembro en picazón como acribillados de chinche, estremecido de frío y de relentes, las manos cruzadas sobre el pecho a guisa de difunto, la diestra asiendo el pomo de mi espada. Nada oíase salvo mi aliento, que de no oírlo hubiérame figurado muerto, cual había soñado en tan largo sueño que parecióme modorra de centurias, si no letargo. Diome gran gozo que la Hora no hubiese comparecido bien enguadañada a la citación de sus negocios para conmigo y sentí turbación de aquel dominico que tan solemne oyérame en postrer confesión, que de saber que no era aquel mi último resuello no le hubiera cantado un par de noticias y confidencias que en mi delirio decidiera no dejar para los gusanos, pues sintiéndome agora animado de súbito bien las enterrara en nido de voraces sabandijas por acallarlas, que más larga tienen la lengua algunos frailes que algunos diablos. Sabiéndome doliente, aún más, agónico, como de recién estaba, sorprendióme el alivio y la cobranza, pues de cierto no era yo más difunto que uno de los de taberna, y aunque maldije a la mula cañilavada del médico que por terapia habíame confinado en lóbrego nicho durante mi desmayo, hube menester de asentir que a pesar de lo singular del método, milagroso era, pues que vide mi salud de vuelta y mi ánima bien asentada en su vieja carcasa. En estos desvelos, sacudíme y críspeme, tosiendo cual si guardaran mis bofes el polvo que levantaran los cuatro jinetes del libro del Apocalipsis de San Juan y otros cuatro mil de tantos libros de caballerías. Hice por incorporarme y por causa desto di tal bote en la calabaza que a poco me descalabro, de lo que entendí ciertamente que hallábame confinado en angosta urna. Aterrescido abrí entonces los furiosos ojos a la tiniebla, palpé en derredor en busca de mis anteojos y hallélos, mas tan herrumbrosa la guarnición que se deshizo de puro orín en mis manos dando suelta a las lunetas. En esto estaba cuando al tacto sentí mis puños, mi capa y mis ropajes todos tan ajados que mejor se dijeran podridos, cual si hubiesen sufrido la acometida de un enjambre de polillas. Viéndome en calamidad tal, presa del desaliento y la cólera, creyéndome víctima del más macabro de los escarnios, sepultado en vida y amortajado en harapos, al tiempo que harto de furia pateaba como bien pude las paredes del antro, clamé:

-¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Sacadme a la luz, bellacos, que no es cristiano dar sepultura a un vivo!

Siguió a esto un silencio ronco, como el que deja un cañonazo tras de sí, y hélome la sangre al punto la idea de que de cierto estaba muerto y que había despabilado en mi monumento y regresado mi ánima a mi maltrecho cuerpo a sazón del Día del Juicio, mas tranquilizóme el no haberme desvelado el son de trompeta ninguna ni escucharse por doquier saraos de finados en resurrección por millares, pues no viniera a cuento que Su Majestad Divina hubiera dispuesto mi juicio en hora distinta a la concertada para los demás mortales. Compúseme para no perder la calma y fui batiendo a puro nudillo las fronteras de mi ceñida mazmorra hasta que di con que no lejos de mis bigotes sonaba tan hueco cual testa de escribano. Fue ahí que convoqué mis furias y di embate con el pomo de mi deshojado estoque una y mil veces, como polluelo pelado que ha de quebrar su güevo. Advertí al rato que alguna piadosa ave hacía eco de mis botes desde el otro lado a golpe de pico y así cedió la recia losa con estrépito y fui cegado por la amable luz, mas pronto me hice a ella y aprecié el rostro pasmado del que viera un espectro. No era este pájaro un colorido cardenal de Indias, sino canoso clérigo de hábito, mas sin tonsura, pobre de ínfulas, rosarios, anillos o abalorios, con unos anteojos ridículos que de puro grandes tenía que sujetárselos en las orejas y armado de piqueta de albañil. Santiguábase de mil cruces mi alumbrador como si tuviera ante sí un colegio de diablos. Cojo y todo brinqué desemparedado de la sepultura al suelo, y vime en la nave de una iglesia de alta bóveda, harto moderna, como de porte italiano, y bien acicalada, ornada de querubines, retablos, mármoles y sillería, mas harto deslucida, cual si el capellán no se cuidara de sacudirles el polvo a los santos. En un flanco subía hasta los techos un armazón de herrajes y puntales, mas no hubiese acertado a saber si por obra o por ruina. Sólo una cosa, pues, tomé a buen seguro, que no era este el Convento de Santo Domingo ni parroquia ninguna de la Villa Nueva de Los Infantes en que emplastado, escocido de melecinas, llagado de cauterios, ahíto de píldoras y bolos pasé los últimos días aciagos. Torné mi confuso rostro al destrozo causado por mi alumbramiento en el muro, por ironía esquinado a la capilla de la Virgen del Olvido, para comprobar que el inhumano que en vida me inhumara no se había servido siquiera de la decencia y dignidad de escribir nombre ni oficio en el monumento sino vilmente emparedóme anónimo como a un escarmentado. Reparé entonces en mis trazas y en fuerza de esto no era extrañeza que el buen clérigo, que por cobardía había enmudecido, se abandonara al pánico, pues raído y empolvado cual me hallaba, antes me juzgaran leproso que caballero. Las calzas vestía tan comidas que bien parecía que los ratones hubieran hecho festejo de mis carnes; los zapatos diríanse orejones; las medias, cuartas o menos; los puños y pañales, pañetes de eccehomo; la camisa, trapillo de mal arcabucero; y la capa, paño de tumba en pudrigorio. Lucía uñas tan largas que un mastín las codiciara para rascarse el lomo, barbas de mona vieja, cabellos tan luengos y greñudos como los de una meretriz desahuciada y desmoñada. Azorado, abochornado y corrido, acérqueme al espantado párroco e incrépele:

-¿No es esto, por ventura, cosa de diablos? Bien rezan las apariencias que estuve sepultado y he vuelto a la vida al punto. ¿Qué es esto? ¿Quién contra mi honor conjura esta macabra befa? ¿Dónde me hallo? ¿Es treta humana o voluntad divina que este poeta regrese del Hades como un grotesco Orfeo? ¿O es esta la Gloria prometida y esta facha y turbación no son sino reflejo de mis licencias en vida? ¡Habla! ¡Di, te ruego!

El clérigo hubo menester de un trago de esputo, dos exhalaciones y tres balbucencias para recobrar el nervio y al fin regalóme preguntas por preguntas:

-¿Quién es usted? ¿De dónde sale?
-Si mi nombre le sirviere –respondile- soy Francisco de Quevedo y Villegas, caballero de la Orden de Santiago, hombre de letras, carne y hueso, que algún desalmado enterró en vida creyéndome finado.

Por su gesto vide que me tomaba por orate y no he de condenárselo, pues lo raro fuese que no me juzgara, ataviado así de espantajo, por hombre desbaratado y de poco seso.

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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

II. DE CÓMO CONOCÍ QUE FUI DESPIERTO EN EL AÑO MMIV

Repuestos ambos de tanta sinrazón, y viendo el clérigo que no era yo desquiciado de los de atar, sosegóse, y diole mucha risa que yo me llamase Quevedo diciéndome que, fuere yo quien fuere, el falso enterramiento me había robado el juicio. Revelóme que nos hallábamos en la iglesia de San Francisco el Grande en la Villa y Corte de Madrid y que modestamente se llamaba Juan Ramón Zanca y ejercía sacerdocio en esa parroquia. Díjome esto con un acento insólito en el hablar y haciendo uso de palabras fuera de lo regular, que yo jamás había oído ni por culteranas ni por cultipicañas, de lo cual deduje que era hombre venido de alguna provincia lejana, acaso de Indias. Mas por mi mente sólo se cocían cavilaciones en razón de cómo y quiénes me han llegado a Madrid abusando de mi morbidez y cómo se había construido en la corte iglesia tan fastuosa con tal presteza y diligencia en pocos años sin que yo hubiera noticia. Agradecíle al cura su auxilio y roguéle me prestara por caridad ropa limpia y al menos una palangana si no hubiere aljofaina para el aseo, que bien le compensaría con diez de vellón. Esto le causó aún más carcajada y no salía yo de asombro, pues aunque vistiera hábito de franciscano, larga tiene la mano el clero en hora de recibir doblones como letra de cambio por favores. Así divertido en estos pensamientos me condujo a una sacristía y me invitó a una sala oscura con estas palabras:

-Pase al baño y dé la luz, que voy a buscar algo de ropa.

Dicho esto desapareció al punto por una puerta de alcoba. Ofuscado cual me hallaba, no supe encontrar vela, velón ni candil, por más que hurgara acá y allá en la llamada sala de baños del franciscano, que no poca maravilla sería que tal tuviera, pues las órdenes mendicantes no hubieran de presumir de baños, que más propios son de las concubinas de los sultanes. Mas sí pude tantear finos barreños como de porcelana y dudé si con tanta bacía y la voz de dar la luz no habría tomado el buen fraile por parturienta a este aparecido. Regresó y riose de hallarme dando tientos en las sombras y he acá que ocurrió algo prodigioso: Bastó que tocase con los dedos de bendecir una suerte de traba o de gatillo que había junto a la jamba de la puerta para que se encendiese toda la sala con tan cegadora luminaria que al momento quedé aturdido y privado del habla, pues tanta luz por fuerza había de venir de tan grande fuego que dábame ya por consumido. Percatóse el franciscano de mi asombro y preguntóme si me asustaba de una bombilla, a lo que repliqué rostrituerto que siempre fueron de respetar bombas y bombardas y, que si las bombillas hubieren de restallar como tales, con certeza son cosa de susto y mejor me valiera yo en tinieblas. Era este artefacto una burbuja o campanilla de vidrio colgada de la techumbre que contenía un hilo finísimo con mas incendio en su menudencia que todas las ascuas que hiciera Nerón en Roma, cosa a fe mía de brujería pura. Mas no se inmutaba el amable párroco, que venía bien surtido para cubrir mis vergüenzas, explicándose con estas palabras:

-A ver si le vienen bien estos pantalones y esta camisa... Calcetines hay más, pero calzoncillos se tiene que apañar con estos... Los zapatos va a ser lo más difícil. Pruébese estos que yo no me pongo porque me hacían daño. Luego puede asomarse a una caja de ropa que tenemos de donaciones.

Antojáronseme las prendas zafias e innobles, a la par que risibles, de modo que, vestido de aquella guisa, quisiera Dios no me hubiere de encontrar con algún conocido, pues oyérase de seguro la risotada y el escarnio por doquier. Estúdielas con reparo no fuera que, estando en auge el italianismo a juzgar por la arquitectura, fueran a vestirme afeminado. Harto sorprendióme cómo había acusado mudanza la moda en el vestir de la Corte desde mi ausencia. ¿Acaso los sastres habían mandado un solicitador a los infiernos y firmado un pacto con el diablo? A unas calzas lisas hasta los pies llamaban pantalón, acaso por semejanza con panteón, pues vistas así las piernas parecían longanizas en mortaja. A los calcetones llaman calcetines, que si más bajo no podían caer, cayeron de rango. Calzoncillos, camisa y zapatos conservaban el nombre mas no la honra, que andaba cercenada, pues a todos habían recortado hasta lo mínimo, sin duda artimaña de sastre y zapatero para ahorrar lienzos y cueros. Sólo alegróme no se estilaran acá de nuevo los cuellos engolados. Mas callé por no agraviar, mostréme agradecido y al fin tomelas a cierra ojos. Al no veer agua en los barreños de loza fina pedí una jarra de agua fresca, a lo que respondió mi bienhechor que abriera el grifo. Escudriñé en derredor a la caza del animal que yo tenía por fabuloso, mas no hallando ni bestia alada ni tan siquiera arañuelas reparé en que este era el nombre jocoso que el párroco daba a un caño con llaves que había en el barreño más a mano, acaso porque recordase por sus formas a estas quimeras que pastan en grutescos de no pocos palacios. En esto reconocí que debía ser el clérigo hombre de mundo y buen humor. Díjome que en retorciendo la llave siniestra el chorro sería de agua caliente. En verdad juzgué poco piadoso que una vicaría, franciscana por de más, haya de presumir de más suntuosos baños que los de rey moro alguno, aunque bueno es que toda sacristía se precie de lavamanos, mas callé otra vez por no hacer afrenta a la buena fe del clérigo Zanca, que palabras señaladas no quieren testigos. Puesto que el citado barreño estaba sujeto por un pie muy alto inquirí si pudiera lavarme entonces los pies en otra bacía grande también de loza blanca como de la China y provista de tapador que había a mis espaldas. Dicho esto quedó el párroco perplejo y, como teniéndome por botarate, me dio por consejo que no hiciera tal cosa, que no era barreño de guachapear sino la taza del Váter donde van a parar aguas menores y mayores de camino a las cloacas. A esto hube de responder, pues no es menester que el clero bajo haya de cagar sentado en bacín como los Papas de Roma, mientras los caballeros de respeto aún damos en cuclillas con el culo en tierra:

-¡Bien aviada anda la Venerable Orden de San Francisco con tronos papales a modo de letrina, que si el Santo volviera a la vida con su lección de humildades bien le diría a ese tal fulano Váter, extranjero a buen seguro, cuan infame es llamar taza a su invención si della no se ha de beber!

Hízome demostración del artefacto con lo que llamaba tirar de la cadena, que literalmente era eso, pues sobre ello había una cadenilla, con lo que al punto hubo estruendo de aguas que lavaron el bacín, a lo que yo grité “¡Agua va!”, como es de rigor. Satisfecho esto, aprestóse a dejarme con aspavientos, como el que trata con chiflados de vino, pues aconsejóme que me empapara bien la cabeza con agua fría. Ofrecióme desde el umbral una aspirina, lo que no entendí bien, a no ser que el buen hombre quisiera aspirar todo el polvo de mis ajados ropajes con sus propias narices, a lo que respondí que no era menester, pues mal provecho tenía ya mi atuendo, mas tampoco pareció el cura interpretarme, pues se fue sin replicar.

Al cabo, salí de aquellos diminutos baños, prodigio de modernidad, tan aliviado por mi aseo como ridículo en aquellos ropajes, que más parecían camisón y calzones largos que atavío de caballero, en mis adentros aún recomido de sospechas y tormentos sobre este mi sepelio y resurrección. Muy al propósito, hallé al cura Zanca (preguntábame en mis adentros si por su apellido le dieron tales anteojos zancudos) barriendo cascotes al pie de mi anónimo sepulcro. Alegróse de verme andar con dignidad a pesar de mi aturrullamiento. Asomábase dentro del nicho y confesaba una y otra vez que en verdad era cosa de misterio si no broma de tan mal gusto como buena confabulación el que hubiera surgido hombre o demonio alguno de un hueco en la pared tantos años sellado. Al verme bisojeando en mi inspección del agujero el párroco ofrecióme unas gafas viejas que guardaba y me aseveró que eran para veer mejor, con lo que entendí que no serían gafas de las de armar ballestas, sino anteojos de allende, que dicen agora de larga vista. Tal cual yo mal me temía, regalóme con otras zancudas que hube de sujetarme en las orejas, para mayor ridículo de mi estampa viva. Mas fue milagro para mi vista, que bien claro pude entonces apreciar la modernidad del templo y su dimensión. Pregúntele entonces al buen cura cuándo habían comenzado a erigir esta iglesia y que si sería cabildo y catedral de la villa cuando se terminase, a lo que contestó que de cierto habíaseme secado el seso, que la iglesia se terminó en el siglo XVIII. Turbado por esto preguntéle el día que era hoy y repúsome que martes trece.

-¿De septiembre?
-No, de julio.
-¿De qué año? A riesgo de que pueda pareceros necia la pregunta –consulté yo, movido por un presentimiento funesto que me tenía el espíritu atragantado y me hacía correr los pulsos como galgos.
-Pues del dos mil cuatro, ¿de cuál va a ser? –díjome reposado Zanca, y de la zancadilla casi doy de bruces en los mármoles. Así supe que fui revivido tras más de tres centurias frío, no acertando si por milagro, por vísperas del Juicio, por capricho de la Parca, de los astros, de Dios Todopoderoso o del mismísimo Satanás. Fuese quien fuese, cómo ni de qué manera, maldíjele por no respetar mi descanso, así me condene una millarada de eternidades por ello, pues un edén de edenes fuera para mis sentidos cualquier ominoso infierno a fe mía, que no este por venir aciago al que he despertado. Y lo juzgo así, desgraciado de mí, por las cosas que allá vide y aprendí. Quien no me creyere siga leyendo.

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III. DE LOS COCHES Y OTROS ESPANTOS QUE VIDE EN LAS CALLES

Aún turbado, aprésteme renqueando a las puertas de la iglesia por aprender más del tiempo futuro y no hice más que abrir el portón cuando un fragor tremendo, cual el que hicieran mil colmenas espantadas, se llegó a mis oídos, de suerte que prudente cerré de nuevo. Un mendigo achacoso, que no harapiento, que porfiaba con gesto penitente en pedirme limosna en los umbrales del templo, vencido por la certeza de que mis cuartos quedaron en el infierno salió al ruido sin pánico ni asombro, lo que me dio valentía entonces de asomar la jeta a la calle por la puerta entornada. Así aprendí que el estruendo venía de ciento máquinas en manada, de varios colores y moldes, mitad carro y mitad bestia, que corrían muy ligeros. Era esta imagen que dejara patidifuso al mismísimo Jerónimo Bosco, que no se dijera hubiese ante mis ojos ciudad ninguna sino maléfico hormiguero de bestiales quimeras. Tenían todas estas máquinas como ojos en el frente, mas sin expresión ninguna, tal que de cuando en cuando una lucecilla como de color de fuego se encendía y se apagaba en uno y otro costado, como por extravagancia. Así mismo había otras luces en el culo de tales bestias, que en unos era chato y en otros lagartudo, que también lucían de esa guisa, aunque la más veces se encendían de color encarnado. No tardé en saber que tenían otras voces además de ronquidos, pues al pronto se encabritó uno y empezó a sonar como cornetín de guarnición, pero sin armonía y muy molesto por su estridencia. Eran algunos refulgentes como plata y oro, otros de los tonos más caprichosos, blancos, verdes, azules o bermejos en muy diversos matices. Algunos eran grandes y más ruidosos, y los más destos tenían nombres pintados en rótulos, ora en lengua extranjera, ora en castellano, como el que rezaba “Jamones y Embutidos Chaparro”, a lo que seguía la cábala “TELF” (que ha de indicar “Téngale Dios en su Fe” u otra cosa) y cifra tan grande que no quise creer que fuera el número de morcillas y nalgadas de puerco que atesorase el tal buhonero. Llamó desto mi atención un rugido imponente y en esto apareció el zángano mayor que se imaginara, de color muy roja y estirado, cual gusano endemoniado de una legua de eslora, que paró, bramó y empezó a vomitar infelices de su costado al tiempo que tragaba por una agalla otra muchedumbre que le aguardaba. Dentro iban como piojos en costura muchas gentes. Luego aprendí que a este más temible llamábanle auto bús, que sólo el nombre da respingo y susto. Antes me sometiera yo a un auto de fe que a uno destos otros. Tenían este y todos ventanas bien acristaladas mas sin cortina alguna, a través de las cuales se veían personas diversas y siempre una iba asida a una suerte de timón moviéndolo como si esto fuera cosa de gran importancia para el dominio de estas bestias. De todo esto comprendí que eran, aún sin caballos, coches, y que gran ofensa debía haberse cometido contra Dios para que enviara al mundo tal plaga de cocheros. Mas confundióme que algunas mujeres navegábanlos y diome curiosidad que hubiere cocheras entre las damas, de modo que pregunté a un anciano calvatrueno que por allá andaba si en estos tiempos era menester tener uno de esos coches sin caballos aún sin ser noble ni hidalgo ni apoderado, o si es que la nobleza se vendía tan barata que todos los villanos paseaban en coche, y que cómo señora o dueña alguna consentía en tener coche mas no cochero. Díjome este paisano que en los tiempos que corren antes le quitaba un hombre el bocado a su propio hijo que a su coche (que no se que preciada golosina me dijo comían las dichas bestias) y que muchos de esos andaban empeñados y adeudados por que el vecino viera qué bien vestía de coche y que igual daba hembra que varón a la hora de presumir destos bienes, que no por ser ellas más torpes en su manejo querían verse privadas de tal fasto. De ello deduje que estos vehículos no lo eran sino de vanidades. Aclaróme que hasta el más miserable tiene coche en estos tiempos, pero que los ricos tenían mercedes y que los pobres no tenían, perogrullada a la que yo repliqué que siempre ha sido así, desde que el hombre es hombre y la justicia ciega. Declaró que él mismo se había tenido que conformar con sus seiscientos y díjele yo al punto que no pecara de avaricia pues mejor serían seiscientos que ninguno. Díjome también el viejo pelón que bien errado andaba yo en mis conjeturas, que estos coches sí llevaban caballos, mas por adentro, y que a veces muchas decenas, de lo que se entendía que fueran tan apriesa que de verlos pasar dábanme vértigos, aunque por los bufidos bien se dijera que llevaban dragones o elefantes fabulosos en lugar de potros. Advertí que estos ingenios, como las bestias y los racionales, tenían un ojo en el culo por el que salían muy negros humos y pestilencias y pregunté si por allá se exhalaban los humores, sudores y excrementos de tan arracimada reata de brutos que había en sus entrañas, pese a que bien extraño me parecía que cupiera uno sólo. Su explicación no entendí muy cabal, pero vino a decirme lo que en verdad yo venía acusando de modo tal que echaba en falta capa para embozarme las narices, que tanta suciedad salía al aire por el sieso de estos ingenios que andaba el ambiente emponzoñado en todo el mundo y que un día hubieran todos de asfixiarse a costa dello. Mas no había visto aún nada, que roncando más que una piara surgió un hombre a horcajadas sobre una máquina que al mismo Juanelo Turriano hubiese turbado, pues como de milagro se tenía en pie con tan solo dos ruedas, y el tal caballero andante o demonio que la domeñaba llevaba un yelmo cual cascarón de güevo, pues era blanco, reluciente y redondo como tal, y daba no sé si miedo o risa verlo. Esto, me explicó el solícito calvo, era un amoto y me dijo que tarde o temprano tales jinetes caían de lomos de tan indómito engendro y que el que menos salía magullado, cuando no descalabrado, y que por eso llevábase ese cascarón en la testa, que abrevió casco, para no abrirse la sesera en la primera cabalgadura. En este diálogo estábamos cuando divirtióme un farol de muchas varas de alto que a tiempo mudaba sus tres luces de verde a amarillo y a bermejo, y observé que como por arte de brujería los coches paraban ante él y se amansaban, y esto aprovechaban las gentes para cruzar la calle de través sin poner en grave apuro sus vidas. Luego de que hubieran pasado las gentes, cambiaba la color y partían las máquinas enfurecidas, que alguna impaciente siempre de entre las rezagadas sonaba el cornetín como en protesta, a lo que los cocheros colindantes exhortaban improperios de enorme vulgaridad, entre los que he de mentar “Vete a tocarle el pito a tu puta madre, mamón”, cosa ésta que antojóseme grosería en verdad memorable. Aprendí del anciano que a esto llamaban semáforo y que sin ello el tráfico fuere un infierno –cosa que chocóme, pues difícil era imaginar infierno peor que este-, y que a estas luces debían obedecer las máquinas como a un guardia, y dicho esto señalóme al tal guardia. Era este personaje hombre tan valeroso que en medio de la travesía se enfrentaba a las máquinas como el que desafía una vacada de reses bravas y en su boca soplaba un pito que espantara a los demonios. Los ojos tenía este hombre tapados con un antifaz a modo de anteojos con los vidrios negros, acaso para no veer el peligro en que se hallaba, o acaso por que tal máscara obligara más respeto. Se daba aires este mancebo como de alguacil, que con ese temor le miraban las gentes cerradas en sus coches, como si les acechara a través de la oscura máscara, y se conocía su dignidad en que llevaba botas de viaje, grillos, mamporro y un arcabucillo minúsculo al cinto, que no espada, y en que era el único que lucía tocado en este mundo moderno en que todas las gentes andan a cabeza descubierta sin vergüenza de la calva ni los malos pelos que hubiesen. Parecía el adorno de este guardia más plato de patena que sombrero, de puro plano, redondo y desplumado. ¡Buena diana debían hacer de ello los pichones para sus palominos! Casi rozábanle unos autos buses por un costado y otros, que venían de distinta parte, por otro, y yo con gran temor miraba esto cuando silbando a puro grito una salmodia horrorosa se apareció una máquina blanca con grandes luces en caperuza sobre la cubierta tan apriesa que dábame pánico verla. Percatándome de que las otras bestias se amedrentaban a su paso y que el alguacil cegado, como si la captase empero su antifaz, apartaba a otros para darle paso, preguntéle al locuaz calvatrueno si acaso era este tan escandaloso el coche de un hombre de postín, pues vide pintada en todos sus flancos una cruz como de alguna orden de caballería. Respondió que eso no era sino una ambulancia, acaso por ambular más apriesa que los otros, que llevaba y trujía los enfermos al hospital. Maravillóme que fueran los enfermos más rápidamente que los sanos, pues en otros tiempos fuese lo contrario, y no estimé que siendo enfermos merecieren el tormento de tan insufrible bullicio. Pasó tal y quedé cavilando que si andan los coches sin bestia que tire dellos, mal negocio harán los herreros si ya no han de herrar yeguas ni jumentos, mas pronto persuadíme de que más hierro debía de llevar cada uno destos coches, pese a que anduviesen ligeros, que los cascos de un batallón de caballería, y que bien atareados debían andar en las fraguas con ellos. Luego habría de aprender que en estos tiempos no son los talleres de artistas ni alfareros, sino de maestros mecánicos, que son como las fraguas modernas que se entienden con las entrañas de los coches, y son sanguijuela para las bolsas de dineros de los que presumen dellos, pues tienen estas máquinas mil veces más achaques que las bestias. Así de ciego es el progreso y así ha embastardado el mundo, que por mantener estos engendros vive el hombre empeñado y esclavo dellos, obteniendo sólo a cambio grandes velocidades que es lo que menos ha menester uno para saborear con virtud esta vida mundana, ya que yendo mas apriesa sólo han de llegar antes a su hora última.

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Pirata

Editado por Atarip en 14-09-2009 a las 17:07.
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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

Absolutamente...genial
No añadiré nada más, pero...¿Cuándo publicamos?

Besos y continúa, por favor.
Alex
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  #8  
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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

Bueno..creo que continúo yo



IV. DE LAS GENTES Y COSTUMBRES MODERNAS

Así fui preguntando a personas varias, que me asistían curiosas, causándoles gran hilaridad mis pesquisas, tal que en breve me vide rodeado de un corrillo de gentes muy festivas, hasta que un zagal rogó no se mofaran de mí, que a todas luces era un desdichado amnésico. Oyendo yo esto, que a fe mía se me tachaba de hereje, dije que jamás pertenecí a secta ilícita ninguna y que mi nombre era Francisco de Quevedo, que era hombre de bien y de honor, respetado en Corte según quien hubiere a la sombra de las reales calzas, y por esos méritos rogué no se me insultara. Rectificó el zagal alegando que no era yo tal hereje amnésico sino un “tío que estaba mal de la cabeza y que se creía Quevedo”, lo que causó mucha carcajada y disolvió la congregación de curiosos, amén de una monja que quería llamar a una ambulancia, ante lo que yo, aterrado, puse pies en polvorosa, alegando que, aún siendo Quevedo resucitado, no era ni enfermo ni perturbado ni tío de nadie, y grítele al osado zagal que osó difamarme y ya se escabullía:

-¡Quién hace la burla, guárdese la escarapulla!
Deduje de estos acontecimientos que fuera mal designio revelar mi identidad, que acaso mis enemigos en vida dejaran tan mala crónica de mí tras mi muerte, que de estas gentes futuras, mal informadas, no me valiera la fama sino el ridículo. Para cerciorarme desto, pregunté a una dama entrada en mantecas que salía de la iglesia, dueña sin duda por la catadura, si por ventura le era familiar Quevedo. A esto respondió ella con la siguiente sarta de sortilegios:

-Mire, sube usté a la latina y coge el metro a ópera o callao, no sé, el caso es que hace transbordo a la línea dos como para cuatro caminos y una estación antes es Quevedo.

Dicho esto partió muy decidida y dejóme boquiabierto cavilando sobre esta “que cosi-cosa” que inspiraba mi nombre a las dueñas, que ni de labios de un alchimista esperara jamás oír tal retahíla de majaderías, pues se diría habían dado mi nombre a la estación de no se que vía crucis algebraico cuyo camino arcano va en transbordo antes que el cuatro en línea de a dos. Siendo yo hombre de letras, que mal he de entender de tomar líneas ni transbordar ángulos, no preocupéme de dar fe destos números, mas admiróme que esta dueña mentara no sé qué obras poéticas (ópera, que dijo en tono subido a la latina) utilizaran metro alguno en sus estrofas que llamaran, por ironía, callao. Aterróme que, empero el ruido que en su día hicieron, tasaran de “callaos” a los metros de mis versos con sólo oír mi nombre en estos tiempos y, peor me valiere, ¡que hasta las dueñas lo pregonaran! Con esta confusión en mientes me arranqué a caminar, sin dejar de admirarme por la grandeza de los palacios y casonas, que eran de altura extraordinaria, de modo que tenían hasta seis y siete órdenes de balconadas, alineadas sin falta. Mas me sorprendió no veer en las fachadas lemas ni blasones de armas esculpidos por doquier, pues de pura y vana arrogancia en mis tiempos se hubieran colmado tan ambiciosas mansiones de leones rampantes lampasados de gules, lobos de sable, bandas engoladas y cruces flordelisadas acordes con su altura. Al menos, pensé llévase en estos días el honor del apellido más en el corazón y menos en la fachada. En esto puse mis ojos en lontananza y vide lo más portentoso que nadie imaginar pudiera: Una quinta babeliana cuya torre se elevaba a los cielos con no menos de veinte y cinco alturas, en lo que entendí que había el hombre porfiado en el vicio bíblico de conquistar el reino celestial, pues casi hubiesen de topar los que allá subieren con los faldones de patriarcas y beatos. Luego supe que a estas torres descomunales llaman rascacielos, que no es poca guasa, y que en Madrid no los hay tan altos como en otros sitios (acaso en Toledo, aunque juráronme que los más altos están en ultramar), y que es menester hacerlos pues si no se le roba sitio al cielo pronto no habría más tierra en el mundo. Mas distrájome de contar con detenimiento las hiladas de ventanas de este fenómeno la mayor desvergüenza y atentado contra la honra que jamás viera. Había ante mis narices dos amantes en plena calle, pollo aún mal barbado y pollita poco criada, tan amartelados en el afán del beso, tan apretados el uno con el otro y tan entretenidas sus lenguas, que turbaba verlos. Mas nadie reparaba en tales libertades, que las numerosas gentes pasaban de largo como inmutables, fingiendo que no veían. Custionéme haber resucitado en Madrid o en Sodoma, que hacía en mí sorpresa cómo habían perdido las doncellas el decoro, que en mis días ciento veces más recato mostraran las putas de Ave María. Fue en esta ocasión que me detuve a observar la vestimenta de las gentes, con más ahínco la de las mujeres, que en verdad digna era de exploración, pues invitaba a la conquista al menos pendenciero. Era lo más notorio que las más de ellas, sobre todo las jóvenes, vestían calzas como los hombres, más o menos ceñidas según el gusto, que no sayas ni faldas, y que a bien seguro no había lugar para enaguas ni refajos ni grandes lienzos que escondieran la virtud bajo estas calzas (llamadas pantalones, como dije). Así iban, gordas y flacas, doncellas y casadas, insinuando al varón las curvas de sus cachas y nalgas y llamando a la carne a voces y al adulterio a puro pregón, que doy fe ha de haber más cornudos en estos tiempos que en las zahúrdas del Dante. Mas he de decir que estas que llevan calzas eran en verdad las más pudorosas, pues peor era que llevasen faldas, visto que tan exiguas y concisas eran éstas, que a algunas no les llegaba el largo a la muslada y, la más luenga, de buen seguro dejaba aún las pantorrillas al aire, ahorrándole al pícaro el trabajo de asomarse por lo bajo o al enamorado el de levantarlas en un lance. Esto era igual para damas de fililí que para feas de pura verruga, de suerte que tan pronto era delicioso el paisaje ofrecido como grotesco el adefesio. En su afán de descubrir vergüenzas llevaban muchas mozas los pechos cubiertos con cualquier trapo, si bien siempre de ricas telas y vistosa color, y el vientre al aire que se les viese palpitar si preñadas, y las más descaradas, como ésta de que hablo, un arete de plata en el ombligo, a la usanza de las concubinas moras que rezan los romances, cuando no en la propia jeta. Corrióme la idea de cuán arduo había de ser distinguir en este mundo moderno a las damas de las busconas, si es que alguna distinción aún cabía. Reparé también en la escasez de melenas, sueltas o recogidas, pues las más de las damas llevaban la cabellera corta como doncel o aún más, como internos del orfanato de Amor de Dios. Lo que no había hecho mudanza en la mujer con los siglos es la manía de aclararse los cabellos, untarse de afeites y arreboles los ojos y rostros y de colores los labios, aunque parecióme que más que blanquearse con polvos se amulataban con ellos. Llamaban a este afeitado maquillaje, acaso por que fuera el arte de borrar las macas, y era cosa de gran importancia, que por llevar consigo esto, algún pañuelo, los dineros que sisaban a sus galanes y otras artimañas de dama, iban a todas partes con un zurroncillo colgado, a guisa de faltriquera. Igualmente observé que usaban chapines de talón alto, y ricos botines muy dispares, que tampoco habían de morir de hambre los zapateros. Los hombres vestían con más dignidad, aunque alguno vide con las calzas hasta las rodillas y las mangas de la camisa no más allá de los codos, mas no vide por más que hice en buscarlas capas, ni puños ni blusones atacados. Los de más respeto, y se veía esto en sus andares más afectados y en que viajaban en los coches más lustrosos, llevaban una cinta anudada con mucho arte bajo el cuello de la camisa, como para ahorcarse, cuyos cabos anchos como solapones, colgaban hasta la panza. Dicen que estos señores así vestidos andan en tantos negocios que acaban con un mal llamado estrés, que viene a ser un ahogo por aturrullamiento, y pienso que muchos llegan a eso por andar siempre con la soga al cuello. Tan ridículo parecióme este adorno que me inspiraban estos caballeros más mofa que homenaje, mas no he de reír sabiendo que buenas golillas y valones lucieron mis abuelos, que no fuese cosa de menos chanza. Estando yo en estos pensamientos, la moza de vientre anillado y tan libertino atuendo abordó un auto bús llamado Piso Bajo que llevósela de súbito, y el zagal abandonado tornóse a mí y díjome:

-¿Y tú que miras, tronco?
Mostréme un tanto turbado por tan extraño apelativo, que nada bueno ha de significar, mas consideré que tal vez me fuese de más valía que este mozalbete, de seguro versado en navegar en estas tan turbulentas aguas del porvenir, no huyera de mí tratándome de loco ni de hereje ni de aparecido, abandonándome a la deriva, sino me sirviera de insignia por ellas. De modo que, perillán de mí, dirigíle afectado tono con palabras de lance amistoso:

-Pídote mil disculpas si te turba mi curiosidad, tronco amigo, pues parecióme conocida tu faz, mas pudiera ser por semejanza acaso a retrato alguno de tal o cual joven apóstol que viese en una jornada a Italia lustros ha. Has de saber, si te extrañan mis maneras, que largo tiempo estuve lejos del mundanal ruido, preso en lejanas tierras sin contacto con los sucesos del mundo moderno. Bien te agradecería que te resignaras a mi compañía, si otros menesteres no te apremian al punto, y tuvieras a bien informarme, tío tronco, de algunos acontecimientos recientes que no son de mi dominio. Es favor que espero de algún modo pueda compensarte.

-Oye –contestó- tú no serás maricón, ¿no?
Siendo este término más transparente en su explicitud, aprésteme a aclararlo:
-Caballero soy, que no cobarde, sodomita ni pervertido, y bien curtido en ello, que más entiendo de putas que de novicias.
Joder! Es que con ese pico que tienes, macho, cualquiera sabe.

¿Quieres un cámel? –díjome ofreciéndome un canutillo como de pliego blanco que sacó de una talega muy curiosa, que tenía el retrato de un dromedario bien jorobado, mientras se metía otro en la boca. Temeroso de pecar de descortés, tomélo y dilo un bocado, creyéndolo mojama de camello o algún otro raro regalo para el gusto, mas hallé esto que llaman cámel acerbo y picante como tabaco reseco, atentado vil para mi paladar, otrora bien enseñado, rogando a Dios para mis adentros que aún hubiese costumbre de comer perniles, longanizas y pasteles, amén de tales cámeles. Hizo gran fiesta de esto el mozo, que no cesaba la carcajada y el llamarme marciano, en tanto que con un artilugio que chascaba hizo lumbre en un guiño y se encendió su cámel por un lado, provocando un humo denso, como de leña mal secada, que hacía heder al maldito palitroque peor de lo que sabía crudo. Pregúntele si eran los tales marcianos herejes idólatras de Marte que cabalmente vetaban estos humos y él me dijo que no, que eran extraterrestres, o gentes de otros planetas, ante lo cual hube de constatar que yo era español y cristiano viejo, aunque bien me agradase conocer a uno de esos marcianos, que jamás anuncio dello tuve. Y así comenzamos a caminar por el margen de una travesía, conversando lo que las toses y carrasperas me permitían, que del humo de este camello quemado y del de los caballos que quemaban los coches, los bofes se me querían salir por el bigote. Vide en este paseo cosas insólitas que narro de seguido.

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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo



¡Genial, genial, genial!



Ya diréis de dónde lo habéis sacado. Me pido un ejemplar ya mismo.

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pero vive como piensas,
o acabarás pensando como vives.

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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

ya me preguntaba yo para quien sería ese taburete con la letra A grabada en el respaldo que dejaron el otro día en la portería y que ví cuando entraba a la taber. enhorabuena maestro, siga dando esplendor.
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Quiero vivir la vida aventurera
de los errantes pájaros marinos;
no tener, para ir a otra ribera,
la prosaica visión de los caminos.

Poder volar cuando la tarde muera ...
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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

V. DE CÓMO CONOCÍ LOS OFICIOS Y MERCADERES DEL PORVENIR

-Esto de fumar crea adicción, ¿sabes? Una vez que empiezas no puedes parar. Te engancha y ya la has cagao. –Decía este tal Güilli, que así se llamaba el mancebo, aunque confesóme que en realidad llamábase Guillermo, pero le colgó el sambenito su amigo que es un Gil y Pollas. Deduje desto que quienes ostentan el apellido de Gil y Pollas, aunque suene tan jocoso por el gil como por las pollas, han de ser familia noble y disfrutar cierto albedrío en dar órdenes y dictar conductas y así mucho han de influir en la España moderna. Ciertamente vide mucha gente haciendo humos como chimeneas y asombróme cuán proclive a ahumarse se había tornado la plebe en la modernidad. No anduvimos mucho y ya nos topamos con una sastrería, que tenía un rico mostrador con grande cristalera para mostrar el género y en él había unas estatuas muy burdas vestidas a la usanza, muy bien atezadas a modo de señuelo.

-¿Sastres tenemos? –dije para mi- ¡Válame Dios! Poco han medrado los azotes del hombre con el tiempo.

Intrigóme la profusión de rótulos que anunciaban rebajas en ciento colores e indagué al jovenzuelo si en estos tiempos los sastres, amén de cobrar buena plata por vestir, pedían dineros también por rebajar los largos a los escotes y faldas del atuendo de las damas y así iban mermándolos hasta que enseñaban lo que es púdico guardar. Díjome Güili que no era tal, que era el cobro lo que se rebajaba por la compra del vestido, que tanta era la rivalidad entre mercaderes estos días que se obligaban a menguar los montos y así vendía más género el que lo ofrecía más rebajado. Díjome que se llama a esto libre competenciay parecióme hipócrita tal cosa, pues de cierto no han de vender los sastres ni un mal harapo por menos de lo que vale, pues de cada puntada que dan hacen un potosí, y ruin es engañar al que compra dándole como breva lo que es higo. Fíjeme que todos los precios, rotulados en números árabes, acababan en noventa y nueve, a fin de que el incauto creyera que ciento menos uno es menos que ciento.

-Vil rebaja ha hecho este sastre –dije señalando un blusón de la muestra, que parecía de mal paño- que pide por este pingajo catorce mil nuevecientos noventa y nueve reales en vez de quince mil. Acaso por quitarle un real, que es lo que en verdad vale, ha de ensoberbecerse de que lo esta regalando. ¡Así se condene por su mezquindad y le den tantas puntadas los diablos allá abajo como él dio aquí!

Riose de mis palabras el zagalillo, mas diome la razón, que bien la tenía. Anduvimos apenas dos pasos cuando topamos con una botica, que para darse aires de sciencia llamábase farmacia y de atracción tenía una cruz verde sobre la cumbrera que tenía luz propia y al punto se apagaba para volverse a encender, y así mil veces, para que no hubiera cuidado que mortal alguno pasara de largo sin verla. Maravillado yo ante este artefacto como por hechizo, que si no fuera la cruz símbolo de Christo diría que tal centelleo fuese cosa de demonios, dedujo mi acompañante que jamás vieren mis ojos tal.

-Tu flipas con cualquier cosa, ¿no? –díjome, mas, embelesado, apenas escúchele.

-Disculpa mi ignorancia, aunque diréte que los más sabios fueron los únicos que osaron reconocer que no sabían nada, porque nada se sabe en realidad, sino se cree que se sabe.... ¿Es acaso esta luz prodigiosa de la misma naturaleza que eso que llaman bombilla?

-Pues claro, hombre, es eléctrica, ¿qué va a ser? –respondióme como si fuera cosa habitual. Y quise yo ahondar en este enigma, que no supe bien si tuviese ello que veer con la Electra que fuera hija de Agamemnón o la que Júpiter violentara tras el Paladión y pusiera entre las Pléyades, y grande curiosidad me causaba que esta luz fuera hurtada a alguna estrella.

-¿Es esta luz de Electra, si ha de venir de fuego ninguno, trujida de estrella alguna en virtud de extrañas artes? –inquirí.

-Tú te estás quedando conmigo, macho –díjome. -¿De verdad que no conoces la electricidad?

-Nueva es para mí y vive el Cielo que me deslumbra este invento –dije asintiendo.

-Pues viene por unos cables, tío... ¡Yo que sé! De las presas y las centrales nucleares.

Esto me dijo y horrorizóme imaginar mujeres en calabozo entretenidas alumbrando esta luz por arte de brujería, pero más aún turbóme la respuesta que recogí cuando indagué qué eran las centrales nucleares:

-Son como unas fábricas que nadie quiere tener cerca, porque el día que pegan un pedo a todo el que pilla le vuelve mutante y tan pronto te crece un rabo en la frente como te nace un hijo con dos cabezas o te da cáncer hasta en las uñas.

Dejóme esto espantado y no había vencido aún mi asombro cuando salió de la botica una mujer más vieja que el dolor de muelas, envuelta en tan ricas pieles que diríase espantacuervos en piel de oso, la faz como pescuezo de abanto, pintada de más colores que un tríptico de Fray Angélico y, en su regazo, cual si fuera niño divino encaramado a su madonna, atesoraba un perrucho de falada que le quitara al gato más esmirriado las siete vidas una por una de pura risa de verle, pues era tan enano y tan rufo que no valiera más que para lustrar zapatos. Y era lo más notorio que este can miniaturesco vestía saya de buena lana e iba en brazos del ama no fuera a enmarranarse de pisar el suelo.

-Este perro ha de ser mutante de pedo nuclear, que de otra manera no se concibiera tal aborto fuera de los infiernos –dije yo. Desto Güili se rió mucho, y más cuando la vieja bufonesca me exhortó “¡Grosero!” con cierta vehemencia, y no sé si fue ilusión mía o al decirlo le bailaron los dientes dentro la boca.

-Ven conmigo que tengo que comprar condones –dijo el zagal e invitóme a pasar a la botica. No más entramos que atacóme un olor que tumbaba a emplastos, jarabes, purgas y lamedores. Por doquier había cajuelas de específicos y en las alacenas rico botamen, mas no vide enemas ni calas, lo que me dio alivio. Llamaron a mi vista varios retratos como en pliego de increíble realismo que representaban mujeres muy bellas, que el artista había copiado como ellas vinieron al mundo, sin ropa ni vergüenza, y parecióme que estaban allá expuestos como reclamo de ungüentos y afeites. Triste es que las viejas necias, podridas de achaques en cuerpo y alma, dieran dineros a los boticarios a cambio de tales untes de eterna juventud, pues a todas luces eran remedio inútil.

Mirábame el boticario, que vestía un blusón blanco cual camisón de ramera, indagar en su género con curiosidad y repugnancia, y preguntóme en mala hora si quería algo.

-¡Malhaya! –respondíle- ¡Qué antes me coman las viruelas, se me laceren las llagas de materia corrompida y la piel se me vuelva golondrino puro y costra de leproso, que pruebe yo sus venenos, sus azogues y sus yerbas de Indias! Que si bien dicen que mala yerba nunca muere, a fe mía que siempre mata si pasa por el mortero de los sicarios de Dioscórides. ¡Agora que sin duda sé que vengo de la muerte, no me acobardo de morir de cualquier mal que no se cure con pan y tocino, que si he de morir de nuevo Dios quiera que lo haga en paz y no en violencia de purgante, de enema y de sangría!

Corrióse desto el boticario, que quedó mudo por no tener réplica a mi sabiduría, que hubiere de ser perniciosa para su oficio si hubiese más resucitados de ultratumba en el mundo. Güili pagóle copiosos doblones, que el boticario metió en un cajón muy ruidoso, hízome gesto para irnos y marchamos. La puerta era un cristalón de doble hoja que se abría sin ayuda de nadie como por maleficio, cosa de Electra sin lugar a duda. Pregúntele al zagal si esos condones eran para condonar alguna deuda que tenía.

-Los condones –me dijo muy serio como si fuera cosa de gran monta y secreto- son para echar polvos a mi novia.

-¿Qué fiebres o qué tabardillos padece la desgraciada niña –preocupéme- para obligarte a dar tantos dineros al boticario por tales polvos? Mira que polvos de botica los más son veneno.

-Tú vives en Babia, tronco –perturbóse y colegí yo que Babia es, cual fue en mi día, lugar remoto y atrasado-. Es una capucha que se pone ahí (e indicaba como a las bolsas de la entrepierna) cuando lo haces y así no se queda preñada, ¿entiendes?

Dejóme cogitabundo sobre estas novedades, que no eran muy claras para mis sentidos, no atreviéndome a decir que todo cuanto oía se me antojaba pecado contra la natura. Malo era que hubiese menester de capucha para fornicar si en mis tiempos hubieran de quitársela hasta los frailes, llegado el lance. Junto a la botica había un zapatero de los de nuevo, promiscuo en rebajas, que zapateros y sastres siempre han ido a la par, luego un artesano de vihuelas y mas allá un mercader con ricas frutas que lucían bien delicadas. A esto se seguía una esquina que era ínsula de un mendigo, más pordiosero que gallofero, clemente arrodillado a las puertas del más opulento y luminoso zaguán de cuantos hasta entonces hube visto. Pensé para mis adentros que este había de ser lugar de humos, que bien sabían los mendigos hincarse en el umbral de la potestad. Veíanse dentro muchas gentes en pie ordenadas unas tras otras en espera de que dos o tres personajes muy circunspectos, atrincherados tras una ménsula a modo de confesores, les recibiesen. Al veer tal riqueza en mármoles y tal muchedumbre de adeptos, en contraste con lo sosegada y postergada que andaba la parroquia del hermano Zanca, díjeme que fuera ello lo que fuere, con la iglesia del mundo moderno habíamos topado, pues tal ansia, apego y fervor veíase en aquellos rostros que aún algunos dellos iban mirando un devocionario que llevaban y recitando para sí, pues no hablaban unos con otros sino apenas consigo. Pregunté al joven y diome gran congoja lo que entrevide en sus palabras, que eran parcas y mal hiladas, con tanto macho y tanto tronco que hubiese sido preciado arriero en una carpintería. Díjome que era aquello un bancoy que eran estos dueños de los dineros de todos y por eso tenían por riqueza propia la ajena, y que era su negocio hurtar del dinero que cuidaban, es pues el oficio de estos días más próspero el de los avarientos, pues si de mala fama gozaron sayones y prestamistas por su usura en mi tiempo, agora eran fuente de admiración y modelo humano, y así me dijo el corazón ante estas visiones lo que luego aprendería sin muesca de duda: Que es el dinero la única religión viva y su doctrina la avaricia, pecado la humildad y virtud la ostentación, los bancos asiento de nalgas de los nuevos pontífices, que por tener los dineros de los hombres pueden así comprar sus almas. Diome grande lástima y aún era ignorante de cómo andaba el mundo mal repartido.

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en doh palabrah... im-presionante.
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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

¿Y la ración de hoy?

Estamos esperando.

__________________
Vive y deja vivir,
pero vive como piensas,
o acabarás pensando como vives.

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VI. DE CÓMO SALÍ HUMILLADO DE MI PRIMER DÍA DE RESUCITADO

Explíquéle a mi acompañante cuánto habíame afectado veer a las gentes vertidas en cuerpo, alma y bolsa en tal frenesí de cambalache para llenar las panzas de los avarientos prestamistas y él me dio a entender que es aún peor de lo que parece, pues las gentes abusan en sus compras de unas tarjetas que valen como dinero aunque no lo sean y esto les obliga a vivir en continua deuda, pues pagan el mes que viene lo que gastan éste, y que para amortizar sus moradas humildes dejan copiosas prendas, haciéndose deudores de estos bancos de sanguijuelas por tiempos de veinte o treinta años en concepto de hipoteca, que ha de llamarse así porque es tal su cuantía que una vez dicha quita al punto el hipo. Indicóme un engendro que llamaban cajero automático, en plena calle, que era máquina de dar dineros y era esto como un reclinatorio muy iluminado que parecía invitar a la oración, y allá acudían muchos fieles paganos idólatras del capital y ufanos obtenían su redención en forma de pliegos de colores, que llaman billetes y se guardan bien cerca del corazón, como carta de amante. Lamentábame de cómo había embrutecido el mundo tan gravemente, acentuándose los vicios que viera en mis días en tal medida, que se me llenó la cara de mocos y lagrimones que sin poder contenerlo, me corrían barbas abajo como velones, a la que Güili intentaba consolarme arguyendo que no es tan malo, que así cada uno tiene lo que satisface a sus vicios y todos andan complacidos menos los que por codiciosos quieren más de lo que pueden tener, sean pobres o ricos. Y díjome que de estos infelices hay dos tipos: Uno que teniendo todo para sí quieren tener más, que llaman capitalistas y otros que no teniendo nada lo quieren todo para todos, que se llaman comunistas, y que estos últimos andan tan descalabrados que pocos dellos quedaban. Y me dijo que luego hay otros que no saben lo que tienen ni lo que quieren, y que su único afán es no mezclarse con los que creen ajenos, y que estos se llaman nacionalistas. Explicóme que todo esto no era malo pues teníase libertad para ser lo que se quisiera sin que nadie obligara a ello, de modo que los más de los ricos eran capitalistas, los más de los pobres comunistas y los que no eran ni ricos ni pobres, que eran mayoría, se agarraban de unas y otras banderas según de dónde soplara el viento para ir viviendo y dando el pan a los suyos, excepto los nacionalistas, que siempre iban agarrados de la misma bandera en porfía de testarudos aunque se les fuese el pan en ello. De todo esto no entendí gran cosa, de modo que en demostración de la forma de vivir moderna me condujo a un lugar llamado cortinglés donde me dijo podría comparar lo que quisiera, siempre que tuviera pelas, por de más. Estas pelas eran dineros, pensé yo porque las van pelando según llegan, mas luego aprendí que esto era abreviatura de pesetas, que era unidad de moneda corriente por haber rebajado los pesos, que ya no se hacían de oro ni plata sino de metales tan falsos que las más de las piezas de veinte y cinco en su día venían con agujeros. Mas no di yo con estas pesetas, pues lo corriente en estos días eran los euros, unos ducadillos de fantasía que aparecían de oro por afuera y de plata por de dentro, pero no eran ni una cosa ni la otra. Dábame que pensar el que se cambiaran en estos tiempos las monedas de los reinos con el desenfado del que se cambiaba de camisa, lo que ha de confirmarme cómo el mundo gira al son de los caprichos de los poderosos, que habían vendido el cuento de que con moneda nueva podría la plebe comprar en otras naciones europeas, como si fuese fácil o labor de cada jueves negociar con francos, valones y genoveses sin salir escarnecido. Sopléme los mocos y seguí al zagal hasta un monumento horrendo y ciclópeo, de hechura muy simple, con menos luces que una mazmorra, que yo creyera mastaba funeraria de no ser porque de cuando en cuando salía alguno vivo, o acaso fortaleza de no ser por carecer de almenas ni torre de homenaje. En alto colgaban unas letras piojosas de mala caligrafía y tamaño a prueba de dioptrías que rezaban El Corte Inglés.

-Si han menester cortarme algo –dije- antes me he de decantar por el estilo español, que el corte al que más fama han dado los ingleses es el de gaznate por hacha de verdugo.

En esta conversación subimos unas escaleras salpicadas de pobres y pichones hasta la puerta del edificio, de portones de vidrio de una pieza y guardada por un rompe esquinas de mamporro en cinto. Al pasar el umbral diome una ráfaga de aire cálido con gran violencia que meneóme cabellos y barbas, como sobrenatural, cosa que me hizo pensar que no era este umbral distinto al del infierno. Mas una vez dentro surgióme un relente como de escalofrío, a guisa de anuncio de la muerte o algo peor, y escuché al punto música muy extraña, como lejana pero muy nítida con un pálpito de timbal a galope frenético sobre el cual una voz de sirena atormentada profería repetidas veces el mismo alarido, pese a que por más que oteaba en derredor con desconcierto no vide musicante ninguno ni nada que se pareciera. Tranquilizóme veer que se movían por allá muchas gentes sin pesadumbre alguna y pronto reparé que era esto una suerte de mercado, pues había numerosas ménsulas desbordadas de pamplinas de mil colores y tras ellos solícitas damas uniformadas a la espera de compradores, cual peculiar soldadesca en el campo de batalla del consumo, despachando al crédulo enemigo a golpes de sonrisa, más falsa que el honor de Judas y más afilada que la espada de Herodes. Buena zurra hubiese dado Christo de haber entrado en este templo de hipócritas. Acercóse a mí una de estas amazonas al punto ofreciendo rociarme con un tal o cual nuevo perfume, cual si hubiere de agradarme ir perfumado cual césar sodomita o duque de Venecia.

-¡Atrás hija de Mesalina! –dije apartándola- ¡Guardad los perfumes para vuestros burdeles, que ya se cuidarán los hombres de ir detrás de sus narices hasta ellos!

Mostróme Güili una tablilla escrita que intitulábase directorio y díjome que había tantos pisos y que en cada cual se vendían distintas cosas. Preguntóme si quería comprar algo y contesté que aunque quisiere no tenía pelas.

-Macho, tienes un problema –dijo. –Acompáñame al menos que quiero pillar un cedé.

Iba yo a preguntar qué significado tenía tal cosa, cundo vide ante mí lo más aberrante que haya parido el ingenio humano: Una escalinata que se movía sola sin parar, surgiendo de la tierra en un punto y siendo tragada tal cual en otro, de suerte que el que saltaba a ella bajaba sin hacer el esfuerzo de ir de peldaño en peldaño. Tenían los escalones como dientes acerados y vencióme el pánico de que me tragara la tierra en tales fauces si erraba en poner el pie fuera della a tiempo. Fue tal la desconfianza y cobardía que este engendro me inspiraba que rogué al zagal me condujera por vía menos comprometida, lo que le irritó un punto, aunque aún reíase de verme al borde de tan proceloso precipicio mecánico acobardado de dar el brinco, a lo que unas viejas perdieron la paciencia y hubo de darles paso. Saltaron sin sobrecogimiento y fueron devoradas por el artificio. Dios las tenga en su Gloria, aunque bien visto las escaleras bajaban sin pausa, luego al infierno iban. No había salido de este sobresalto cuando metióme Güili en una camarilla del tamaño de un refectorio, tocó un número en la pared de varios que se ofrecían y cerráronse las puertas solas por cortesía de Electra una vez más. Para mi asombro, en un guiño se volvieron a abrir y estábamos en otra parte. Imposible era que en un santiamén hubiera cambiado tanto el paisaje, luego cosa de alucinación había de ser que al salir por la misma puerta que acababa de entrar me encontrase en otro sitio. Quedé tan turbado que no podía decir palabra.

-No me digas que tampoco habías visto un ascensor –dijo Güili. -¿Pero de dónde coño vienes?

-De Babia –y esto fue todo cuanto pude decir cuando recuperé el aliento. Si me lo hubiesen tratado de aclarar entonces menos hubiese entendido, pues poco simple era para mi percepción que, sin notarlo, en la camarilla llamada ascensor habíamos descendido al sótano. Más cabalmente hubiese entendido que le habíamos robado a Christo el secreto de las artes que empleó el día de la Ascensión para viajar de un mundo a otro. Por mi cabeza en confusión babeliana lo único que ascendía y descendía eran las palabras modernas... Babia, ascensor, cedé, condón, auto bús, Gil y Pollas.

-¿Qué diablos es un cedé, amigo macho? –pregunté al fin.

-Para oír música. Ya verás cómo mola.

A cada punto entendía menos. Sentíame cual zapatero en convento de carmelitas, cual castrado de harén, cuando al fin vide algo que me despertó el ánimo, pues halléme rodeado de volúmenes por todas las partes y vive el cielo que me hallaba entre libreros. Sabido esto, respiré como pescado que vuelve al agua tras salvar los páramos y le rogué al joven Güili que, si no era contratiempo, le aguardaría en ese lugar mientras él molaba su cedé o lo que fuese menester. Y así se hizo.

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Pirata
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Estaban los libros ordenados según sus clases, algunos apilados en tablero más a mano bajo licencia de “Los Veinte Más Vendidos”, y eran estos de los que las gentes codiciaban. Por fuerza había esto de ser un círculo vicioso del que sacaban provecho las imprentas, pues bastaría el engaño de acomodar mala biografía de cornudos firmada por Basílides heresiarca entre ellos para que los crédulos dejaran en ello sus caudales. Hojeando estos libros vide que los más trataban de fábulas, con más diálogo vacuo que meditación y consejo y que muchos eran de plumas extranjeras. Eran muy ricas las ilustraciones de las portadas y de prodigioso realismo los dibujos. Tornéme a unos libros de artes geográficas y sorprendióme la claridad de las ilustraciones y su colorido, que aparecía impreso cual si fuera imagen duplicada al pliego. Se llama esto fotografía y es una de las cosas más celebradas del mundo moderno y una de mis preferidas, pues hojeando un libro en un minuto se puede viajar más que corriendo el mundo en un año, mas distrae de la lectura y quita el pan a los poetas, pues bien dicen que una imagen vale más que mil palabras, que la más de la gente es ignorante y hace ascos al libro si no viene bien pintado y en cuanto se cruza con una página toda garabato lo cierra y lo condena. Percatéme de que los otros veinte mil y pico de libros, que yo supuse los “menos vendidos” estaban bien ordenados por géneros así como por imposición del alfabeto. Bien pudiera mentir y alegar que fue mera curiosidad y afán de averiguación, mas es de modestia admitir que no fue sino la pura vanidad que me empujó la Q en los anaqueles de los poetas. Con grande regocijo vide ahí mis libros de imprenta moderna y lustrosa y estaban allá varios que yo escribí y otros que no escribí empero llevaban mi nombre. Y había allá incontables libros de genios que yo conocía y otros que yo desconocía acaso por más jóvenes. Dibujóseme una sonrisa de verme así honrado y aún más de veer sin honra a cuantos hombrecillos ilustres me difamaron, que de ellos no había firma alguna en estos señalados como grandes clásicos y dudo que la hubiera tampoco entre los chicos. A salvo queda, por cierto, Don Luis de Góngora, el muy majadero, que ha querido la fortuna le haga yo compañía en sus Soledades, y alegréme yo poco desto en el fondo del corazón, ¡quien lo pensara!, a pesar de los sinsabores de otros días. Di gracias a Dios de verme como excepcional testigo de la inmortalidad de mi obra y pasé un rato hojeando estas versiones modernas de mis escritos. Tanto habíase abandonado del idioma culto con los siglos que muchos de mis pasajes iban comentados al pie de la página por el censor, editor o quien fuere y las más de estas interpretaciones eran bastardas, pues buscaban cultismos donde no los había y dobles sentidos donde no era menester hallar ni medio. Tachábaseme de genio, mas no sé si a merced de mis artísticas virtudes o de mi mal humor. Pasó por mi cabeza como estando mi persona en tan alta consideración había ido a parar mi calavera a tan anónimo osario. Mas despertóme de tal trance de arrogancia el imberbe Güili, quien me mostraba su cedé. Venía a se una cajuela plana como de un cristal que no era frío al tacto, que luego hube de aprender que se llamaba plástico y es a lo llegaron los alchimistas en lugar de la piedra filosofal, que parece que al fin se cansaron de darse cabezazos con ella. En esta caja había como retrato de familia de jóvenes muy compuestos y decía palabras nada latinas y poco cristianas, como de cábala de Paracelso. Yo lo meneaba y el mozo impacientóse, quitómelo de las torpes manos, abriólo y sacó de allá una sustancia plana y redonda, plateada como espejo de dama que hacía arco iris muy vistoso en un flanco.

-¿Ves? El disco está dentro –dijo. Tomélo y púselo junto a mi oído mas juro que no oí música ninguna.

-Su arte ha de tener hacerle cantar a esta rodaja –apunté. Mirábame el mozo como descreído de mi ignorancia

-Anda, tío, te invito a una caña –me decía- que parece que has salido ayer del tiesto.

Al punto me vide de nuevo al pie de las escaleras del diablo y hube de armarme de valor para saltar a ellas, que a tal velocidad corrían que una vez subido en ellas dábanme vahídos de notar el mundo apresurándose bajo mis pies. Fuera ya de este mercado de locos sentí gran alivio, como si el aire que había respirado en tal lugar no fuera cosa natural y me estuviera destemplando la sangre en los bofes. Poco anduvimos entre las gentes y los coches que iban a cual con más prisas que diome un sobresalto lo que vide, pues reconocí el convento de las Descalzas Reales, y al poco la torre de la parroquia de San Ginés y sólo entonces caí en la cuenta de cuán grande era la mudanza que todo había sufrido y helóseme el alma de conocer que ya apenas nada de cuanto yo conociese en aquellos sitios quedaba en pie, y que las más ruinosas de las casas y palacetes, que no se tenían sólo de puntales, eran más nuevas que cuanto yo hubiere conocido en vida. Allá donde estaba la casa de un escribano que hurtaba con la pluma más que mil urracas había un hormiguero bajo la tierra, que llamaban aparcamiento acaso porque tal soterramiento trajese a la memoria una visita de la Parca. Allá donde había un palacete de gentilhombre que había despachado más honras de dama de corte que cuchillos en duelo había agora casón de cuatro alturas con posada, que llaman hotel y mesón, que llaman restaurante acaso porque el tufo a catre y a vino restaurase las parrandas que antaño fueron célebres. Acullá donde se erigía ermita de aleros vencidos y christo mutilado por judíos, hoy había taberna, que llamaban bar, pues es palabra más elemental a declamar cuando se anda ebrio y balbuciente, y allá que fuimos. Era esta taberna ruidosa más por la abundancia de artefactos para mí desconocidos que por la congregación de parroquianos. El más estridente era un aparador con luces muy variadas y estampas de guindas, melones y otras cosas, que cantaba sin compañía un salmo infernal, en el que un anciano pudrigorio de bonete mal calzado dilapidaba una fortuna en moneda sólo para veer cambiar los retratos de guindas por melones y los melones por guindas, al tiempo que blasfemaba. Esto parecióme desatinado y no hizo mudanza mi parecer cuando me explicaron que era un juego, y que la esperanza del viejo era que la máquina, bien llamada tragaperras, le devolviera algo algún día. Mal vicio era el juego, pero si ya era arduo hacer ganancia jugando contra un igual, de locos he de juzgar ser matutero frente a un mueble cantarín, que si bien los tramposos cargaban los dados en sus triunfos, estos armatostes habían de ir más cargados de plomo que un navío de guerra. Preguntar no quise qué virtud tenían otros armarios luminosos que allá había, aunque uno dellos tenía retratados unos cámeles y bien procuré alejarme no fuese a comenzar a ahumarme a fuerza de fuelle. Del techo colgaban perniles muy apetitosos y en un rincón longanizas y cecinas. No había odres ni barricas, mas en su lugar eran abundantes las botellas y garrafas. El pollo Güilli pidió una coca cola y fue servido en respuesta un póculo de color de hiel que hacía violentos hervores, de modo que el bodeguero, hombre tosco de vello lobuno y mirar áspero, para aplacarlos vertiólo de la graciosa damajuana en un vaso lleno de piedras de puro hielo. Huelga decir que en mis días la Santa Inquisición hubiese pasado por la pira a quien administrare tal poción y yo mismo hubiera encendido la hoguera y sermoneado tales rigores tras catar este bebedizo, pues el zagal insistió en dármelo a probar confiado y no más se posó en mi lengua diome unos chasquidos y me dejó un asco en el gaznate tan hondo como si hubiese tragado cocimiento de cuesco de abanto o peor purga. Escupí con vehemencia este veneno execrable y pronto busqué en derredor bebedizo cualquiera que me devolviera el gusto. Sobre la repisa de la taberna había una fontana con caño ricamente ornada y deste caño salían las tales cañas, que eran de cerveza como se toma en Flandes, mas yo quise hacer fiesta de resurrección con un vino generoso, que había de hacer más justicia a mis apetitos y costumbres de antaño. Confesar he menester la emoción que me produjo veer el tono rubí en la copa y sentir en mis labios de tantos años secos el licor divino, y doy fe que hasta que no tuve el paladar regado no percatéme plenamente de estar en verdad vivo, que hasta entonces todo podía haber sido un mal sueño. Buenas viandas se mostraban en un anaquel ante mí, tales como quesos, guisos y estofados. Tan vivo sentíme que decidí saciar el hambre de tres cientos y tantos más años con un poco de esto y de aquello, sin reparar en el gasto que se hiciera, a fe de que podría fiar la deuda y pagarla otro día. Durante el festín en que el joven Güili y yo nos regalamos, comiendo a dos carrillos hasta que se nos trabaron las quijadas del hartazgo, entráronse unos músicos a la taberna. En cuanto aparecieron, algo desusado vide en ellos, mas de primeras no acerté a saber qué cosa. Mas al punto caí en qué era en ellos señalado y es que vestían a la usanza que yo acostumbraba, de calza, jubón y capa, muy al estilo de mi época, como hasta entonces no había visto. Acérqueme quedo a ellos con mil pensamientos en mi atormentado seso e incrépeles:

-Decidme, músicos, ¿por ventura estabais muertos y habéis vuelto a la vida en vuestra antigua mortaja, acaso hoy mismo, como fue voluntad de Dios para conmigo? Y si no... ¿Por qué vestís con norma, buen gusto y decoro? ¿Sois acaso versados en las nobles costumbres de otros siglos? ¿sabéis cómo acabó el reinado de Felipe IV, con qué honores o qué horrores? Respondedme, os ruego, que no es mi regreso al mundo cosa de poco sin penosa incertidumbre.

Todo esto supliqué, mas por respuesta solo hallé muchas risas, tras las cuales osaron pedir más vino para mí y dedicarme una canción que estaba bien armonizada y venía a decir no se qué cosa sobre Fonseca, que quedábase triste y sola, de modo que entendí que esos mozos iban uniformados sólo para denotar su condición de estudiantes, mas no eran resucitados sino vivos de pura crápula. A este jolgorio atajó el tabernero a puro grito diciendo que había dado comienzo el partido, como si ello fuese algo en verdad digno de respeto, a lo que cesó obediente la serenata. Y he acá que aconteció un prodigioso fenómeno, pues este partido estaba en una caja pendiente del techo de la que salió una imagen fulgurante, como si en ella hubiese unos hombres en greguescos corriendo por una prado y disputándose una bola con gran ahínco, que yo en principio creí títeres, mas de súbito cambió la figuración y veíase la faz de un hombre sudando como puerco cual si a un palmo de mis narices estuviera, y todo esto acompañábase de un ruido salvaje que hacían numerosas gentes que se veían muy chiquitas como en derredor de la pradera y una voz salía también de la caja como si hubiera un orador ahí encajado proclamando las más graves incoherencias, tal como “figo a puerta” “corta alcorta” “pelota a banda”, con una exaltación en el hablar entre el pregón y la bufonesca. Causóme esta caja gran asombro, de suerte que no podía quitar mis ojos della. Y es esto que llaman televisión o caja boba milagro tan prodigioso y de tal lastre en la conducta moderna, pues es altar de los lares y féretro de la inteligencia humana, que habré de escribir sobre ello aparte.

-Joder, macho, tampoco has visto una tele en tu vida –dijo Güili, quebrando el hechizo.

-En verdad es cosa de brujas que se ven estos juegos en esa caja y es algo cuya enjundia no acertase averiguar aunque el mismo Salomón y su séquito de sabios me explicasen. Mas, dime, cortés amigo macho... ¿Qué diversión tan celebrada es la de esos hombres en paños menores galopando hasta el desmayo como si en reto de quitarse la bola les fuera el honor?

-¡No...! –abrió los ojos como los de un abadejo- No me digas que no sabes qué es el fútbol. –Y diciendo esto mostró el mayor pasmo que vide en rostro alguno, y toda la concurrencia oyéndole se volvió a mí y quedó en guardia, esperando respuesta, de suerte que turbéme ante tal acoso que quisiera me tragase la tierra, pues entendí que no había nada más importante en la vida de estas gentes que este fútbol.

-He de marchar presto –puse por argumento para salir del lance.

-Cincuenta y seis euros –díjome el tabernero.

-Es oportuno aclarar llegado el punto que yo no tengo pelas –contesté honesto-. Me ha de guardar la deuda si confía en mi honor de caballero, que por la cruz de Santiago se hace valer, mi querido tronco.

-Pero ¿qué cruz ni que honor ni qué coño, un tío que ni es del Madrid? –enojóse en extremo, tanto que erizábasele el entrecejo- ¿Quién te has creído que eres, payaso?

A esto respondíle yo, para darme humos, lo que creo fue más desatino que propiedad, pensando que el bulo me valdría el respeto:

-Yo soy Gil y Pollas, ni más ni menos, tronco macho, que bien has de conocer es linaje de reverencia.

Siguieron a esto sonoras carcajadas y vítores, que me brindaron los músicos de Fonseca, mas no hízole esto grande impresión al tabernero, que ya se arremangaba para soltarme un soplamocos y decía de llamar a una tal Policía, que entendí había de ser alcahueta de alguaciles o corchetes, pues era como mentar a la autoridad. Al punto Güili, curtido en lides de gallofero, saltó del taburete y echó a correr tras sus pies, que se iban solos, y yo quise ser su sombra, mas cojitranco que ando y trastornados mis huesos de tanta reencarnación y tanto pernil bien regado, no corrí más que el bofetón que a por mí venía y encontróme a medio camino, y fue preludio a la coz que me envió a la calle en un vuelo. De este modo me costó un ojo enlutado y la humillación de verme pateado como mi propio Buscón aprender las enseñanzas que se siguen: Uno, que en las tabernas modernas no se fía; dos, que la familia Gil y Pollas tiene sus murmuradores; y, tres, que no hubiere de ser reconocido en el mundo moderno hasta que mi erudición no se mojara de eso tan cardinal que llaman fútbol. Anduve escocido de los embates del tabernero unos pasos y me salió al camino el golfo del Güili, jadeando como un lebrel. Púsome la mano en el hombro como vencedor que aplaca al vencido y díjome como con orgullo:

-De verdad, tío: Eres la hostia.

Tamaña era la blasfemia que no pude evitar darme por halagado.

.../...

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  #16  
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Don Atarip, ¿no cree usted que es hora ya de despertar y seguir con el relato?

Ya hemos esperado mucho.
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o acabarás pensando como vives.

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  #17  
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Buenas!!

Me he quedado sin palabras...

Fantástico, de verdad!!!
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  #18  
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VII. DE CÓMO VIAJÉ EN METRO Y OÍ LA VOZ DE DON DIEGO DE TORRES POR ARTE DE UN TELÉFONO MÓVIL

Caía la noche, aunque tan generosas candelas alumbraban las calles en este mundo moderno, provistas acaso de ciclópeas bombillas, que ha de volverse loco el villano sin saber de cierto si es día o noche. Majado, candado y dolorido de tanta andanza y tanto palo sentíame, que otra fuese la historia de tener a mano mi acero toledano, mas antojábaseme obscuro el panorama en cuanto a hallar un catre caliente, que hace cuatrocientos de años no hubiese tropiezo en hallar posadas ni lupanares, mas agora andaba yo perdido cual novicia en tercios de infantería. Mas sabiéndome respetado por las gentes cultivadas, a sazón de haber visto mis obras en lugar de preferencia en los anaqueles de libreros de tal o cual mercado babeliano, vide mi único amparo en manos de gente ilustrada, de modo que tiré la única baza hablándole al joven Güili del siguiente modo, pues ya se le veía cierta desazón en zafarse de mí, alegando urgencia de veer terminar el reputado fútbol en su casa:

-Benigno tronco, afina, te ruego, el ingenio, pues he de pedirte que me des el nombre y señas de algún sabio amante de las letras, bien versado en el saber clásico, de ser posible enemigo de regalar a sus convidados con coca cola y otras purgas modernas, más bien amante de carnes y vinos, pues es seguro que donde tal hombre more hallaré cobijo por mis méritos y a mesa puesta.

Joder, claro! –y exclamaba esto con gran alboroto-. Te voy a llevar a casa de don Diego, mi profe de lengua del instituto. ¡Macho, sois tal para cual!

-Me ofendes, pues nombre de cornudo es Diego, y macho me llamas cual si fuera bestia o peor, cabrón. ¿Es instruido en libros este don Diego? –pregunté esperanzado.

-¡Sí, sí, es una lumbrera el tío, ya verás! ¡Es de puta madre!

-Igual me da su cuna. Ya puede ser noble pícaro o caballero bastardo. Vale si es buen entendedor –repliqué, y dicho esto nos encaminamos a la quinta de este personaje. Fui siguiendo al mozo por recovecos, esquinas y plazas, que alumbraban los coches con unas linternas que por pares llevaban al frente e iba yo aún medroso de su rugir y molesto de sorber sus humos por doquier. Algunos eran blancos y se llamaban taxis, por las crecidas tasas que cobran al viajero, y estos eran los más fieros por su coraje, los más ligeros a la hora de sonar sus trompas y los mas temidos por las gentes de a pie. Son los taxistas, como pude aprender, los más viles de los cocheros modernos, pues tantas horas pasan domando a sus bestias que se les agria el carácter y se les avinagra el semblante. Al punto que soslayamos con gran peligro un grupo destos taxis me orientó mi joven insignia a una escalinata que se adentraba en las entrañas de la tierra. Espantadizo del subsuelo tras tantos lustros sepultado, preguntéle:

-¿Son acaso perseguidos en estos aciagos tiempos los hombres cultos que se ven forzados a vivir en catacumbas?

Tanquilizóme Güili en su discurso, pues dijo que entrábamos al Metro, que viene a ser una enorme topera por la que se arrastran por leguas de cavernas sobre unas correderas paralelas, con gran estrépito, unos carruajes largos como sierpes. Dichas sierpes, llamadas trenes, son invención moderna muy célebre, que según me dijeron desfilan por todo el mundo, acarreando gentes y mercancías. Pasóme Güili a través de unos goznes endemoniados con ayuda de una cedulilla que una máquina comía por un lado y cagaba por otro y pronto hube de someterme de nuevo al mal trago que me temía, que fue viajar sobre las llamadas escaleras mecánicas, lo que me costó no pocos traspieses, mas pronto entramos en una conejera inmensa de la que surgió presuroso cual un hurón uno destos trenes, con imponente estruendo y grande luminaria en el frontispicio. Luego que se abrieron las puertas sin más ayuda que un bufido, con grande fascinación y pavor salté al engendro, que en un guiño se adentró en las oscuras galerías arrastrándonos a velocidad de vértigo. Causóme esto gran sobresalto, tanto que hube de asirme a unas varas muy oportunas para no caer de bruces, aunque tal rebaño humano viajaba en este ruido que, de puro prieto que iba entre otras almas, aun privado del sentido me hubiera visto sujeto en pie. Recuperado el aliento, di de narices con una maraña pintada y muy colorida, que tenía en ella nombres muy diversos y figuré que era un compendio cartográfico del tal Metro. Y acá leí mi nombre en un punto, junto al de valientes como Guzmán el Bueno, Núñez de Balboa y Colón, píos como Santo Domingo, San Lorenzo, San Bernardo y San Blas (y otros píos regios que de los que mi memoria no dio cuenta, como los tales Pío XII y un Príncipe Pío), así como majaderías tales como Pan Bendito, Concha Espina, Ríos Rosas o Mar de Cristal. Maravillado estaba de que esta maraña soterrada condujera a lejanías tales como Carabanchel o Arganda, mas pretencioso era a mi parecer que se llegara de este modo a Cartagena, Sevilla y Oporto, e inconcebible que de camino a Fuencarral se transitase por Cuzco y Lima o que se desembarcase sin grande esfuerzo en las Islas Filipinas. En todo ello andaba yo abstraído cuando paró con violencia el aparato, abrió sus trampas corredizas y entró marea de gentes tal que no quedó hueco para un suspiro. Había ambiente de caballeriza y más de un pedo suelto, que se hacía condena el respirar, y para colmo de males unos indianos con una vihuela y un caramillo comenzaron un responso muy estridente con pretexto de pedir plata a los viajeros allá embutidos. No hubo mejoría en los siguientes apeaderos, que llaman estaciones, acaso porque con tal sofoco recuerden el estío y con su desolación al invierno, pues entraron otros músicos, estos con organillo de fuelle en la mano, que a fe mía era mazmorra de gatos por lo que maullaba al verse prieto, y al punto un leproso barbudo, gallofero y aullador que no sé cuántos hijos dijo tenía que cuidar y que era de más ventaja para él pedir que robar, discurso con el que pretendía ablandar las almas más desprendidas. En esta picaresca vide que poco había mudado el mundo, que hubiese jurado haber visto mil veces este mismo pordiosero machucado, costroso y sembrado de liendres en mis días a la puerta de otras tantas beaterías. Empero, mentó el hambriento que tenía para sí dos cosas que eran novedad, que fueron el paro y el sida, de modo que quise dar conversación a Güili con ello, a fin de solazar mis ahogos.

-El sida es una enfermedad que si la pillas te vas al otro barrio, y lo cogen los maricones y las putas por no usar condones y el paro es cuando no tienes curro –dijo con mueca de sacamantecas, como si ambas cosas fueran de temer. No hizo esto mucha asistencia a mi dudar, y conjeturaba yo sobre estos morbos del mundo moderno, que el uno parecía penalidad divina al pecado de la carne que obligaba al festivo a encapucharse, estando podrido el mundo de fornicadores y sodomitas. Pero válame San Jerónimo, si el curro había de ser lo que mi magín creía, algo peor que la lepra y el mal gálico había de ser este paro. Alivióme veer llegado el momento de aflorar de nuevo a las calles, que Orfeo no se viera más dichoso de salir del Hades que yo de este Metro, pues más mella en mi buche y mi ser había hecho este rato bajo tierra que los cientos de años que guardara sepultura. Nuevamente bajo el cielo agradecí la brisa, que a pesar de estar emporcada de crepitaciones de los malditos coches, sentíase vivificadora. En este arrabal eran los casones cuadrados, bien ordenados y muy vastos, a veces contando hasta la decena de alturas. Las gentes que acá deambulaban eran pocas e iban con menos prisas. Los más llevaban canes atados con cadenas que me parecieron mansos para la caza, e iban platicando con ellos monosílabos, como enajenados. Díjome Güili que Don Diego vivía en un apartamento de tal edificio que me señalaba, que yo no hubiese distinguido de cualquiera de los demás por ser todos igualmente horrendos, mas alegréme de que el hogar del tal Don Diego fuera, en lo posible, apartado. Entonces ocurrió otro prodigio de la modernidad que en mi tiempo me hubiera llevado a la rueda de Santa Catalina de haberlo intentado explicar a los doctores de la Iglesia. Adujo Güili que mejor le iba a dar a Don Diego un toque con el móvil y al punto desenvainó un artilugio que llevaba en la faltriquera, no mayor que un puño y que tenía unos números y unas clavijas bajo una tapadera, y lo fue pinchando con los dedos acá y allá, a lo que el artefacto piaba como un pajarillo, y al cabo acercóselo a la oreja como si aquella cosa fuese a decirle algún secreto. Luego desto empezó a hablarme cosas descabelladas sin ton ni son, sin hacerse cargo de mis respuestas, fingiendo como si yo fuera el tal Don Diego, hasta que caí en que no era yo el oidor, sino esa cosa, pues a mí me hacía callar como si no hubiera de incordiarle en tal trance.

-Don Diego se ha cabreado de que le moleste por chorradas y me pregunta quién eres y para qué quieres verle –dijo agora hacia mi persona. Anda, háblale tú –y extendíame el tal bártulo móvil. Antes de enfrentarme ya tenía en mis manos el maldito ingenio sin saber qué hacer-. Venga, hombre, di quién eres –increpaba el imberbe, mas me hallaba yo tan turbado ante la necedad de hablar con espantajo ninguno preso en tan diminuto estuche, que sólo podía mirarlo con vacilación.

-¡Válame el cielo, ocioso marrullero! ¡Qué remate de majadería es éste que dejaste en mis castigadas manos? ¿Acaso encierra este trasto piador la oreja de quien haya de oírme? ¡Por mi honor que si he de platicar con quimeras habré de juzgar antes que tales son buenas entendedoras de mis palabras y no he de revelar mi nombre a trebejos de poca monta! –Parecióme que una vocecilla como muy lejana se escapaba del artefacto, el cual centelleaba cual nido de gusanos de luz, de modo que me lo acerqué a la oreja apartándome las greñas y, con sorpresa que no igualara Santo Tomás hendiendo llagas divinas, escuché un gañido nítido, como si me hablara un confesor a través dello, y se entendía que decía:
-Hable. Diga. ¿Quién quiere hablar conmigo?
-¡Jesús mil veces! –exorté-. Esto me habla.
-¿Quién es? –porfiaba el engendro maléfico.
-Mi nombre no han de oír crédulos ni incrédulos, mas si eres docto bien me has de conocer –respondí exaltado. –Lázaro soy de estos días, voz del Averno, que a buen recaudo de brujerías estaba entre los finados, mas algún mal mayor hube de hacer en vida para que Su Majestad Divina disponga enturbiar mis sueños con esta pesadilla de la modernidad. Seas quien seas maldigo al hereje, alchimista o demonio que encerró tu aliento en esta arquilla para que así se vea aliviada un punto tu desdicha.

Me arrebató Güili de un bote este móvil, que ya corría peligro en mis manos, y exclamó ufano:

-¿Lo ve? Este tío es todo un personaje. Sí... Vale. Sí, ya vamos –y envainóse el trasto, que a la sazón llaman teléfono, y es cosa milagrosa e inofensiva que permite el diálogo con lo remoto, como aprendí luego, mas sigo yo emperrado en que es cosa de demonios. Ciertamente las gentes de estos tiempos abusan de tal, de modo que son muchos los que se hablan sin verse y así tantos vencen su timidez y otras flaquezas y que incluso los amantes se revelan lo urgente sin que sea menester el contacto. Así ha envilecido la nobleza en el mundo, que es posible faltar al honor de tal o cual dama o caballero con la cobardía de estar a muchas leguas. Es este teléfono germen que hace a los hombres soberbios y vacíos pues, no faltando en morada ninguna, anula la necesidad de reunión para varios menesteres. Mas esto que llaman móvil, que dicen es cosa reciente, es la mayor muestra de la debilidad humana, pues muchas personas se sienten desamparadas si no se ven acompañadas dello, cual si tal cosa que les hubiese sido otorgado por naturaleza, pues les da la falsa sensación de cercanía de sus queridos, cuando lo cierto es que, al ser tan fácil el hablarse sin revelar paradero no es menester encontrarse para recibir un insulto ni un requiebro, y así se alimenta más la soledad y se cuentan más mentiras de las que normalmente hicieran caso. Y es de tal consideración la deshumanización que este medio engendra, que lo más de los modernos no hablan sino de nimiedades cuando comparten cama o mesa, mas si se han de comunicar sentimientos, o temas substanciales de la inquietud de sus almas, los más lo hacen por teléfono, puesto que la distancia les mata la vergüenza y el decoro. Cobarde es este giro del progreso.

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Pirata
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Esperemos que la próxima entrega no se dilate tanto.

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VIII- DE MI ENCUENTRO CON EL LICENCIADO TORRES

Acercóme el zagalejo a un portal y diome mil indicaciones para llegar al quinto piso, letra C, instándome a hacer uso del ascensor, a lo que puse yo mil peros y no me di por satisfecho hasta saber que por fortuna había escaleras. Luego que esclarecióme todos los términos de mi navegación hasta el apartamento del erudito, excusóse y sin grandes reverencias despidióse de mí deseándome suerte y palmeándome el hombro, cual si fuéramos viejos compañeros de armas. Renqueadas las cinco alturas sin más demora que la que convino a unas aguas menores que hice en el rellano de la segunda, llégueme a la quinta cota consumido del sofoco, que me corría a chorros el sudor por la perilla. Varias puertas vide en la quinta altura de este Babel, ordenadas por letras del alfabeto latino, y en llegando a la C no vide aldabón ninguno, de suerte que hube que llamar a nudillo y voz, batiendo el portón a grito de “¡Ah de la casa!”. No esperé largo, pues abrióse presto la puerta y apareció en el vano hombre barbón, canoso cual muestra de merina, con más lana en el mentón que en la sesera, bigotes curtidos en barrer migas de platos, nariz asomadera con balcones bien ventilados, los dientes helgados, los ojos como fondo de pilón, cobijados primero tras lentes de vidrio soplado y luego tras de párpados pelones y gruesos, como de pollo en su güevo, y cejas lobunas coronando el rostro con un arco peludo que pintaba el susto y la sorpresa del que viese el arcángel confundido de puerta en su visita a María y cantando la salve en sus barbas con coro de trasgos. No ha de causar extrañeza que este buen Don Diego sufriera de ahogo y palpitaciones ante mi visión, pues era mi facha digna de sobresalto, con pelambres como sogas, barbachivo a la moda de los infiernos, camisón de monaguillo en mangajarro, pantalón zanquilón, ojo tizón, la mala color en el rostro del que se quitó mortaja de siglos y el respirar ahogado en silbidos, agitado por la fatiga de la ascensión. Quedó pues el benigno Diego en parálisis, como ornato de sepulcro, mirando mi faz cual si fuere la Verónica, sin palabra que le viniese a la boca, y de observarle diome la impresión de que era este hombre para mí familiar, cual si le hubiese tratado en sueños. Parecióme esto buen designio y aprestéme a hablarle con gentileza.

-Dios os guarde, señor Don Diego. No hagáis crédito de mi traza, que no soy rufián de casta infame ni ladrón ni mendigo ni plebeyo, que soy caballero que castigó el tiempo y los hados, que por voluntad de Dios, de tanto viajar al infierno en vida se me negó la entrada en la muerte, y no habiendo purgatorio para los poetas, que son delincuentes del corazón y criminales de las verdades, he vuelto a la vida a escuchar los ecos de mi réquiem y es todo en mí desamparo, pues ante mis ojos desfila este infierno futuro, maldita pesadilla, harto peor que el que yo barruntase fogón de los diablos y ha querido Dios que yo vea el mundo envilecido por de dentro y por de fuera, castigo acaso a la insolente sátira que creí prudente hacer de los vicios de mi tiempo. De barullo en barullo, preguntando a las gentes me guiaron hasta vuestra merced como hombre prudente y docto, que ha de traer sosiego a mi lacerada alma dando a mi entendimiento el goce de la respuesta a mil preguntas que me atormentan. Sólo he de pedirte, pío amigo, si he de osar el tuteo, que des cobijo a este andrajo humano que sólo te desea el bien y respondas a sus indagaciones antes de que vuelva a las lúgubres cenizas que ha de habitar por natura, que no soy sino espíritu retornado al dolor de la materia y no tengo más techo que la desesperanza ni más amigo que el desengaño.

Siguió a esto otro silencio de los de procesión de Dolorosa, hasta el punto que temíme que sufriese el barbón pasmo tal que perdiere el don del habla, pues ni respiraba, ni movía un pelo del bigote, ni obedecían sus ojos de lechuza al rigor del pestañeo. Pasé mi mano por delante de sus narices descomunales como para despertarle del encantamiento y siguióla con la vista, mas seguía boquiabierto cual comulgante. Decidí presentarme con humildad en este trance, a fin de suscitar confianza.

-Pídeme albricias si me conoces, pues si has oído mi nombre sabrás bien que soy digno de tu hospitalidad y merecedor de tus enseñanzas, y ese nombre es don Francisco de Quevedo y Villegas.

-Lo sé –balbució, como si fuera cosa de grande secreto. Pasa.

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Pirata
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limia (01-10-2009)
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Cagüen, tengo que leerlo despacio. Creo que merece la pena. Seguro que merece la pena, Merece la pena. Sin duda merece la pena.
AHORA....
Vas a venir a la quedada del Rezón u que.
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  #22  
Antiguo 30-09-2009, 01:19
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A ver si llega pronto la siguiente entrega, que esto engancha!!!

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Predeterminado Re: SUEÑO DEL DESPERTAR por Paco Quevedo

estamos enganchados, mu enganchaos, pero mucho, eh?

sigue, sigue, no pares.
es que esta taberna es un sitio distinto...
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  #24  
Antiguo 02-10-2009, 18:13
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¡Qué crueldad cortarlo, así sin más, en el mejor momento!

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  #25  
Antiguo 03-10-2009, 17:11
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Anímate,Atarip, hombre, que estamos esperando la siguiente entrega ansiosos!!!

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