Duele admitirlo, pero en esta Taberna hay varias tabernas, cada una con su comedor, su servicio y sus facturas. Unos degustan y otros comen un menú del día. Pasa en todos los sitios y no hay nada malo en ello. Cada uno gestiona su afición como puede. Hablamos de filosofías distintas. Yo priorizo tener el barco ante todo: si tuviese que pagar los precios que cobran por ahí por hacer esto y aquello, probablemente ya no fuese mío. Me permito lo que da de sí mi cartera y no llevo el foque a la velería porque se le ha empezado a descoser la banda solar; le hago un apaño y a ir tirando. En mi marina hay docenas de barcos nuevos cuidados por cuadrillas de limpiadores, que se bajan de su furgoneta un día sí y otro también y los dejan resplandecientes. Los dueños aparecen un poquito en verano, media docena de salidas y eso es todo. Esa es su afición. La mía es otra. Y pasa –no me queda otra- por hacer todo lo que pueda sin pagar a otros; en cuestiones de mecánica no tanto, pero hablamos de un fueraborda de pocos caballos. Hay patentes y patentes, claro. Y velas flamantes y velas parcheadas. Pero yo veo un desperdicio gastar dinerales en un barco que no navega. Navegando a menudo, la vida y el desgaste del barco son otros. De todos modos, insisto, es cuestión de bolsillos. Afortunadamente hay sitio para todos. Discrepar está bien, pero nunca nos vamos a poner de acuerdo y estas discusiones se empantanan sin llegar a nada. Mejor brindar por lo que nos une.
