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#1
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De las Caretas del intelectual mi Pepe.
El señor de los colmillos UN FUTURO José B. Adolph Jaime deambuló lentamente por la ardiente playa arenosa, su flacura cubierta de harapos, hasta llegar al promontorio en el cual siempre se detenía para recoger estrellas de mar y, poco más allá, cucarachas. Eran sus únicos alimentos. Recordaba que algunos o muchos años atrás quedaban algunos monos, perros sin pelo y pajarracos carroñeros negros que podían comerse. El sol castigaba duro su cabeza cubierta con un desvaído gorro deshilachado. Miró en dirección norte, para ver a Maribel y Rebeca, dos mujeres solas a las que jamás se acercaba porque sabía que sería rechazado. Ambas mujeres se habían juntado sin un propósito fijo, salvo quizás el de escapar a las mortales alucinaciones que en algún momento llevaban a la muerte a los solitarios como Jaime. Ël también lo sabía y no le importaba. En todas las costas del mundo, arenosas, se habían refugiado sobrevivientes. Tierra adentro, todo era desierto: nada podía vivir allí. Se rumoreaba que hasta hacía algunos o muchos años recorrían las costas “habladores”, narradores orales que cada vez tenían menos que contar y finalmente desaparecieron. Entre las cosas que contaban, transmitidas por generaciones, se hablaba de sistemas de grabación, reproducción y lectura de historias. Una mujer se refirió a algo que llamó “revista” y que se llamaba “Caretas”. Y hasta que antes de la versión que venía por el aire había una de un material llamado papel. Misterio sobre misterio. Jaime miró a las dos mujeres, a unos cien metros de distancia, que a su vez lo miraban, inmóviles, a él. Jaime, sin razón aparente, hizo un gran esfuerzo y levantó un brazo en una especie de saludo. Rebeca y Maribel, igualmente flacas y desgreñadas –calor, desnutrición, indiferencia- no respondieron. Jaime hizo un último esfuerzo y se sentó, de espaldas al férreo mar de plomo, y miró hacia el aire verdoso-sulfuroso que cubría el desierto infinito. No se dio cuenta cuando murió. Feliz Puente tengais ![]() Lo peor esta a la vuelta de lo mejor, indefectiblemente pero si seguimos caminando se vuelve bueno indefectiblemente.
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..la lontananza sai
é come il vento che fa dimenticare chi non s'ama.. spegne i fuochi piccoli, ma accende quelli grandi Editado por malamar en 31-10-2007 a las 18:11. |
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#2
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Joer Malamar como me remueves el gusto por algunas lecturas y ya no estoy pa estos trotes
PERSISTENCIA José B. Adolph Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los hombres están inquietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir hacia el más allá; estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación. Comprendo a todos; éstos han sido años de sucesos terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos maravillosos; ¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que ya nada nuevo promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados, pero ya nadie se fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos tiempos en que somos a la vez creadores y asesinos. Amo y odio a mis compañeros. En cierto sentido, son la hez del universo; en otro, son balbucientes niños en cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que liberará a este planeta del hambre, de las multitudes crecientes que ya no encuentran un lugar bajo el sol y que sólo esperan, aterradas y resignadas, un juicio final del que desconfío; ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos tiempos de triunfo de la ciencia, del arte, de una nueva promesa de libertad como la que encarna esta nave? Hemos partido hace meses; en este tiempo solitario hemos recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos a lo mínimo. Nos hemos visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la creación; los hombres tienen miedo. Sabían que existía este vacío; lo supieron siempre. Pero ahora se sienten devorados por él, sus miradas se han endurecido para siempre. El final es un lejano punto que no logro construirles. Huimos de un mundo de miseria y hartazgo; de violencia y caridad; de revolución y de orden. Habremos de retornar sin duda, pero tampoco puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son capaces de perseguir un sueño de plenitud. No hay comunicación con un pasado que sólo recobraremos como futuro. Y mi soledad es mayor; ¡ay de los que poseemos la verdad y la seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos, equivaldría a una desesperada muerte. Pero es inmensa la recompensa: al otro lado nos esperamos nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa abundancia de que ahora carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos resistir, no sólo porque el retorno es imposible, sino porque mienten cuando dicen preferir la seguridad de la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es obligatoria. Y el encargo que llevamos nos ah sido recomendado por todos los hombres de la Tierra, aun por aquellos que no saben de este viaje y no saben de lo miserable de su existencia. El viaje continuará, así tuviera que matarlos a todos y gobernar yo solo la nave. Nadie puede escapar, si no es a través de su propia muerte; confío en mis instintos más que en sus razonados temores. Hasta ahora no hemos encontrado las horribles pesadillas que algunos timoratos previeron. Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos; si así fuera, si lo último se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa huida que será un gran encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles de luces nos acompañan; son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor y odio; no quieren creer que son guardianes y guías; ¿cómo no sentirse hermano de las estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la de ellas?Salud y ![]()
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[font="Arial Black"][color="Blue"]prefiero ser marmiton que mirar desde la orilla
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#3
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Gracias Urtzi por traer aqui
tú tambien cosas de este hombre, al que me unen indirectamente, lazos de hilo de plata ![]()
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..la lontananza sai
é come il vento che fa dimenticare chi non s'ama.. spegne i fuochi piccoli, ma accende quelli grandi |
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#4
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El caserón
José B. Adolph NUESTRO CASERÓN ES REALMENTE GRANDE. Desde mi habitación normal, en el tercer piso, en el frente de la casa, puedo ver la plaza San Martín pero mi segundo dormitorio —que llamo refugio—, en la parte de atrás aunque también en el tercer nivel, da a la plaza de Armas o Mayor y me enfrenta directamente al palacio presidencial y, más atrás y más arriba, al viejo cerro San Cristóbal. Desde uno de los balcones, cuando no hay demasiada bruma invernal, veo el mar. Desde otro, los barrios de esteras, adobe o ladrillo sin enlucir apiñados sobre cerros cuyo suelo ya no es visible salvo como polvo. Tengo documentos que me demuestran que nuestro caserón siempre estuvo en este lugar, aunque no queda claro desde cuándo. No sólo hay documentos coloniales y republicanos sino también pinturas, generalmente óleos oscuros y brillosos, de hombres a caballo y damas con cestos y flores. No todo en el caserón es, como podría pensarse, oscuro, húmedo y desgastado. Posee lugares luminosos, coloridos, hasta alegres. A veces encuentro, en mis andanzas, huellas de pisadas de un caniche silencioso y deyecciones de aves, probablemente guacamayos. Las huellas humanas son menos frecuentes. Alguna estría de barro de garúa, dejada por un zapato, descuidada por la servidumbre; una vez un breve pañuelo de material muy fino; en otra oportunidad un anillo sobre el lavatorio de uno de los inacabables baños de la segunda planta. Pero lo que encuentro mucho en los tiempos recientes es algo muy difícil de describir y explicar: una especie de hálito que no es ni imagen ni sonido, una suerte de suspiro de la memoria que posee resonancias musicales. Como si un espíritu, quizás el del mayor de los Bach, hubiese encontrado aquí una patria permanente, lejos de cualquier acoso amigo o enemigo. Porque, según he sabido, lo que suele llamarse inmortalidad está en realidad lleno de acosos, de intentos de asalto, de zancadillas celosas aunque también —no es un consuelo— de afanes amorosos. Si esto se supiera, me digo no sin sonreír un tanto vengativo... Cuando me sobrevuela un avión o un helicóptero me enfado, no sé bien porqué. También desconozco la razón para que, en cambio, no me moleste el ruido de automóviles o los gritos de personas que venden, protestan o piden algo. El gran gato negro que me ha adoptado y me acompaña en mis vagabundeos me sugiere que hay una especie de envidia en mi enfado por lo que el hombre ha inventado para alcanzar el cielo. Mi gato es muy inteligente aunque suele disimularlo, al estilo de los gatos. Para ellos hay sólo dos estados: festejados como divas u ocultos como ladrones. En la biblioteca, además, obviamente, de libros —la mayoría muy hermosos, inclusive los que contienen insensateces— deben sumar muchos miles los folios que he ido rellenando al paso de las décadas. En uno de los sótanos, éstos sí mugrientos y un poco repugnantes, hay toneles enteros de la tinta violeta que utilizo para escribir. Mi gato afirma, irónico, que aquí el progreso se detuvo antes de la máquina de escribir, para no hablar de las computadoras. Estoy informado, no crean, pero vivo inmerso en una descomunal indiferencia ante lo que los humanos, tan insólitamente ingenuos, llaman progreso. Relativamente. Más que primitivo, soy arcaico. Utilizo cubiertos (¡y de plata de 925!), lamparines de algún derivado del petróleo o de la oliva. Los mismos libros, hasta los hechos a mano, son o fueron un progreso. Mis pensamientos y algunas de mis acciones están teñidas de diversos tiempos. Nunca me he preguntado quién soy. Ni siquiera qué soy. Las identidades son tan ilusorias como todos los diagnósticos. Una vez que se descubre cosas como la de que no hay futuro, pierden interés presente y pasado y, en consecuencia, las definiciones. ¿De qué se trata, entonces? De vagar. De recorrer pasillos, habitaciones, tejados, sótanos, huertos y jardines. De orinar sobre tulipanes, de dormir sobre pianos de cola enmudecidos, de sentarse a comer entre arbustos. Esto funciona bien. Hay personas que trabajan para esta casa, no tanto para mí. Sé que una vez al mes van a una institución bancaria y reciben honorarios. No tengo idea del origen ni de la cuantía de esos fondos. Ninguno vive en el caserón. Todos tienen orden de invisibilidad. No puedo agradecer nada a nadie: ni dinero, ni productos, ni servicios. Ni amor. Esta es la libertad. Pero debo confesar que, además del gato —que parece ser tan inmune a la muerte como el caserón y yo—, amo a esta enorme fortaleza de la indiferencia que es el caserón. Es maravilloso que él (o sus constructores que, por lo visto, también siguen vivos) haya desarrollado mecanismos de defensa que rotan, se modifican y renuevan constantemente. A menudo aparecen en los alrededores cadáveres desangrados y a veces decapitados. Cuando un gobierno ha querido invadir el caserón, ha sido derrocado. Hace años que fue declarado intangible, inteligente manera de dejar al caserón en paz. La gente cuenta misterios y anécdotas y los turistas toman fotos y vídeos. Más de una vez se me ha ocurrido que no soy sino un apéndice o vocero del caserón. ¿Quién soy para negarlo o afirmarlo? ¿No dije que las identidades son ejercicios de la vanidad? Pero algo me dice que si esos de afuera son humanos, yo no puedo serlo. ¿Y qué contienen esos folios y esos textos en tinta violeta? Pues listas. Listas de cosas consideradas existentes y, como comprenderá cualquiera, esas listas son infinitas. Siempre hay más cosas. Siempre hay que seguir anotando. Ese es el sentido de la vida: registrar lo que se cree que hay. Por eso es que hoy he escrito esto. Para que exista un texto que convierta en realidad que existe este texto.
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é come il vento che fa dimenticare chi non s'ama.. spegne i fuochi piccoli, ma accende quelli grandi Editado por malamar en 31-10-2007 a las 18:40. |
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#5
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El segundo cerebro de Margarita
José B. Adolph Los amores terminan, pues, me comentó Margarita con su «pues» tan limeño. —La cuestión es cómo. —Y digerir las ruinas, a ver qué se puede salvar y seguir viviendo. Pero eso ya es asunto tuyo. ¿Hablaba ella o su conjuntito de átomos artificiales? Esto ocurrió hace un par de semanas y me envió a la angustia y a los recuerdos. Siguen intentándolo «tradicionalmente» con el sida, el ebola, los cánceres. Lo lograron, un poco, con el Alzheimer, el Parkinson, la esclerosis múltiple y la neuropatía desmielinizante. Good for them, como dice el Dr. Witowski.Y ahora se viene la nanomedicina. Pronto llegaremos al noventa por ciento, ya verán. En gran parte gracias a «nuestra» Margarita. Todavía es más larga la lista de las enfermedades que falta eliminar o reducir al mínimo. Para no hablar de las más novedosas, sobre todo las que brotan de las selvas y/o de los laboratorios «un poco secretos» de guerra bacteriológica. Siguen hurgando en los genes con y sin la nanomedicina, la novedad del momento. «Nano», para resumir y vulgarizar, es lo recontrachiquito. Yo sigo hurgando en mí, tratando de descubrir qué clase de hombre soy realmente. Uno se puede pasar la vida entera sin saberlo. Pronto no podré soslayar el tema. Y ahora han salido las primeras nanocomputadoras. La que insertaron en el cerebro de Margarita, me dicen, es del tamaño de unas cien neuronas pegaditas. Dicen también que funciona okey: recibe y da órdenes, guarda programas, es compatible. Supongo que se refieren a compatibilidad con las neuronas originales. Margarita se sigue muriendo. Yo diría que ahora hay dos Margaritas muriéndose, pero me aseguran que esa es una tontería. —Soy un campo de batalla —decía Margarita en sus episodios de lucidez. —De experimentación. —Como quieras. No me quejo: lo autoricé. Lo autorizamos. Una esquizofrenia mecánica. Se ríe. ¡Se ríe! —Un implante —digo. No sé si sonrío. —¡Silicona virtual! ¡Lóbulos-tetas! ¡Culo neurológico! También ese humor morirá. Sus risas y sus acideces psicológicas, su melancolía tan atractiva, su nariz respingada, sus violentos orgasmos, sus opiniones sensatas y sus opiniones descabelladas. Vallejo llamó a todo esto «La Violencia de las Horas», creo: me falta la energía para levantarme, ir hasta la biblioteca y consultar. La deliciosa tentación del «qué importa». —¿Por qué tanto teatro? —pregunta, me imagino que a mí—. ¿Acaso todos ustedes, el resto, son inmortales? —La nanocomputadora ya debe estarte reconfigurando. —Mmmm. O yo a ella, ¿no crees? Buena pregunta, si lo es. ¿Quién ganará? ¿Quién o qué reconfigura, modifica, cura o enferma a quién? El Dr. Witowski insiste en que las instrucciones ingresadas a la nanocomputadora —él la llama nanoordenador porque aprendió español en Barcelona— son claras e inmodificables. Hoy más que nunca la tecnología revuelve mis torpes, orgánicas neuronas. No necesito implantes para perder el tren del desarrollo. El Dr. Witowski me palmea el hombro y sonríe a Margarita. —Tengan confianza. ¿Por qué no tenerla? Olvidemos las grandes fallas, los descomunales errores, las insignes metidas de pata en la historia de la medicina —en la historia de todo— y concentrémonos en, por ejemplo, la eliminación de la viruela. O en la ingeniería genética, en los sujetos que desde hace un mes coleccionan rocas en Marte o en la nanocomputación. ¿No es una maravilla? ¡Una computadora más chiquita que una familia de virus si incluimos tíos y primos en tercer grado! ¿Por qué no tener confianza en que esta apoteosis del saber humano, de la técnica humana, sea capaz de ejercer una especie de Kommandantura no sólo sobre el cerebro —eso ya lo hacían las religiones, el fútbol y los rockeros— sino sobre las disfunciones de todo el organismo? No es sino la versión tercer milenio de «mind over matter», mente sobre materia, de los yogas pero ahora con mejores herramientas. Materia electrónica sobre materia orgánica. ¿O estamos ante una larga cadena de locos que culminan en el Dr. Witowski? —Te cuento —dice Margarita—. Lo que estoy comenzando a sentir no es la remisión de los dolores de nuca, que parecen haberse detenido, ni del desconcierto o de la falla de la visión, ni de la depresión sino... Todo eso está volviendo. —¿Sino? —Percibo quejas. —¿Quejas? ¿De quién? Margarita no se ríe, pero dibuja una sonrisa débil, incrédula, quizás amarga. —De mi otro yo. No del que todos llevamos dentro, de fábrica, sino de mi verdadero otro. Mi otro yo Microsoft. Witowski dice que eso es imposible. Una ilusión. Una estructura psicológica. Mía. —Y tú crees que es la nano. —Sí. Creo que mis neuronas patológicas están reprogramando a mi nano. Puede tener razón y puede tenerla Witowski. Margarita sabe que tiene un cerebrito en su cerebro. No hay forma de saber qué reacciones psicológicas puede provocar eso. Resistencia. Rebeldía. Angustia. Si las neurosis se defienden, ¿por qué no podrían defenderse, como siempre se ha sabido o intuido, otras o todas las enfermedades? ¿Adquieren o poseen vida propia? ¿Estamos descubriendo que las enfermedades son seres vivos? ¿Entes satánicos con instinto de conservación y no meras disfunciones o invasiones que quizás sólo sean desencadenantes, quizás sólo parteras de tales monstruos? El Mal como óvulo que bacterias o virus sólo fecundan... Un absurdo atractivo. Una poética paranoia. —¿Qué más sientes? —¿Además de lo que llamo quejas? Dolor. Ansiedad. Terror. Pero no los míos. Como si ese otro se estuviera contagiando. Y devolviendo. Pregunté a Witowski. Su mirada, tras el escritorio, se fijó en alguna lejanía. —Trato de ser honesto y sincero —respondió tras una pausa—. No tengo armas suficientes para descartar nada. Sin embargo, nuestros experimentos demostraron que.... Su voz se fue perdiendo no sé por dónde. —¿Que la electrónica aún ahora no toma iniciativas? En algún momento tenía que ocurrir. —¿Me está hablando de instinto de conservación? —Exactamente. ¿Qué hace una computadora tradicional ante un problema que no puede resolver? Se «cuelga», se «congela», pide a chirpidos un técnico. Pero esa computadora no está integrada a un circuito orgánico. No tiene mamá. La nano, en cambio.... Witowski me miró con cara de «hay más cosas entre cielo y tierra...». —La nano —proseguí— es ahora parte de un organismo vivo, como el cerebro original. Se integra o muere. O es Margarita o se congela. Para vivir, para funcionar tal como fue programada, tiene que asumirse como parte de Margarita. Si no lo hace, enloquece. Para una computadora, no poder ejecutar aquello para lo que fue creada es la locura y la locura para ella es la muerte. Lo peor de todo es que está asumiendo la enfermedad, la fuerza diabólica de las neuronas desquiciadas. Durante todo este, digamos, especulativo discurso, había otro discurriendo por debajo como una de esas corrientes submarinas que, si nos descuidamos, nos arrastra hacia las profundidades. Llamémoslo miedo. Ella lo había dicho: —Los amores terminan, pues. Y yo había respondido: —La cuestión es cómo. Había tomado con aparente tranquilidad mi decisión. Naturalmente trato de engañarme. —El apoyo de los seres queridos es fundamental —había dicho, muy al comienzo e innecesariamente, el Dr. Witowski. —¿Pero no me dice que no hay curación? —No hay enfermedad cien por ciento irreversible. Hábleme, si quiere, de un 99.99999999999999 por ciento. Los religiosos manejan el concepto de milagro. El nombre no importa, pero lo acepto. Si revisa la literatura médica.... Además... —¿Además? —Hay el concepto de la caridad, de la solidaridad, del amor. Asentí vigorosamente, con más energía de la necesaria. Ya me había visitado y se había instalado incómodamente en mí el otro concepto, el de años de horror compartido, de silenciosa negrura, de clausura de mi propia vida en aras de una noble e insoportable esclavitud. Hasta que la muerte nos (re)una. Previa muerte encadenado a una muerta. A una inexistencia. A una sucesión de dolores, quejas, gritos, llantos, silencios vacíos. Mi muerte prematura. —Sería injusto —había dicho la propia Margarita hace unos meses, incitándome a dejarla a tiempo. ¿A tiempo para qué? Curioso. Injusto. ¿Funciona así? ¿El mismo hecho, justo para uno, injusto para otro? ¿Adónde nos lleva eso? Al cinismo o a la amoralidad de las computadoras. Pero está visto: somos computadoras orgánicas, tan amorales como cualquier IBM, Toshiba o Hewlett Packard. No, no es verdad. Podemos optar por autoincriminarnos, nos han programado para sacrificarnos, para ser injustos con nosotros mismos en aras de abstracciones como el amor, Dios, la Patria, la fraternidad. ¡Pobre nanocomputadora, pobre Margarita Dos! Ha entrado en pánico y no maneja tales abstracciones. Sólo quiere sobrevivir, sólo quiere funcionar. Prefiere suicidarse, ya que morirá —como un virus cualquiera— con Margarita Uno aunque quizás «piense» que puede ser rescatada en la autopsia y devuelta al mercado para seguir alegremente copiando enérgicas enfermedades. Copiar y pegar. —Sálvate —me dijo más de una vez Margarita. La generosidad de los moribundos, la más cruel. ¿O era la generosidad de la nano? Pero, ¿qué saben moribundos o computadoras de lo que es salvarse? ¿Qué saben de terrores, salvo del más pedestre? Dejar de funcionar, el nuevo nombre de la muerte. ¿Y cuál es mi vía para seguir funcionando? ¿Con o sin Margarita y su cerebro doblemente invadido? ¿A qué tengo derecho?, le preguntaría pero no le pregunto al Dr. Witowski. Como cualquier psicoanalista, me repreguntaría ¿Usted qué cree? ¿Yo? Yo no creo nada. El terror ciega. La huída sonríe coqueta desde la puerta y extiende la mano, curvando y descurvando el índice. Ven conmigo, dice, relamiéndose. Me promete un orgasmo mortal. Voy tras ella, Margarita. Perdóname. Pronto olvidarás todo. Así que...
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